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La primera película de la Historia: La salida de la fábrica de los Lumiére (1895) |
Como bien destacaba Eloy de la Iglesia cuando explicaba el porqué de la rica tradición de cineastas vascos, el cine fue siempre el arte industrial por excelencia. Aunque el director de Zarautz se refería especialmente al proceso de producción casi fordista característico de la industria cinematográfica, la verdad es que el cine ha sido no sólo el arte de la época industrial, sino el mayor instrumento comunicativo del S.XX junto a la televisión y tal vez el que mejor ha construido imaginarios colectivos a nivel nacional y mundial. Contemplando la primera película de la Historia, uno podría llegar a pensar que la clase obrera, su nada casual protagonista, sería uno de los objetos más tratados en la historia del Séptimo Arte durante el S.XX.
Sin embargo, una breve reflexión nos permite deducir que esto no ha sido así. La clase obrera no ha sido el principal protagonista de la historia de cine, sino su gran consumidor. De hecho, algunos de los más grandes cineastas de la industria norteamericana, como Billy Wilder o Alfred Hitchcock, siempre tuvieron claro que el cine servía para entretener y hacer olvidar al espectador los malos momentos de su vida cotidiana. ¿Por qué fue así? ¿Cómo ha retratado el cine a la clase obrera? En esta entrada, se va a intentar ahondar en este rico y extenso tema escudriñando ciertas tradiciones cinematográficas según paises, deconstruyendo ciertos imaginarios y destacando grandes peliculas que tienen como protagonista a la clase obrera.
Estados Unidos, estetización del crimen organizado
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La sal de la tierra, una película con clara conciencia obrera |
Si ha habido un país capaz de usar el Séptimo
Arte para construir su propio relato histórico y exportarlo a casi todo el
mundo ése ha sido EEUU. Además, la industria cinematográfica estadounidense
–principalmente radicada en Hollywood– ha sido también clave como generador de
productos de ocio que entretengan al gran público. Por ello, resulta
especialmente importante trazar algunas líneas que definan el trato de este
cine a la clase obrera, aunque, debido a la inmensidad de la filmografía
norteamericana, siempre será un ejercicio incompleto.
En Intolerancia (1916), el que ha sido considerado por muchos como el padre del cine D.W.Griffith narró un estupendo mural de cuatro historias distintas con el sello moralista que tan típico se haría en el cine estadounidense del S.XX. Una de las tramas del largometraje (en torno a tres horas) tiene como protagonista a un obrero falsamente acusado de asesinato durante una huelga. Es posible que Griffith optara por rodar Intolerancia para responder a las acusaciones de racismo que le había generado El nacimiento de una nación (1915), cuya escena final en la que el Ku Klux Klan salvaba a una mujer blanca raptada por un negro se interpretó como apología de la banda. A pesar de la desconcertante personalidad del director, es imposible no reconocer las aportaciones técnicas de Griffith en montaje, estructura narrativa y puesta en escena.
Otro de las primeras grandes figuras del cine fue Charles Chaplin. Nacido en una paupérrima familia de artistas de music-hall, y habiendo pasado una infancia llena de dificultades, el gran genio inglés irrumpió en Hollywood gracias al entrañable y evidente carisma de su personaje más repetido: el simpático y cómico vagabundo Charlot. Chaplin, que acabó su vida en Suiza tras ser expulsado de EEUU bajo la acusación de comunismo durante la caza de brujas, siempre manifestó explícita o implícitamente una ideología de izquierdas muy asociada a la clase obrera y a sus sectores más pobres.
El chico (1921) o Tiempos modernos (1936) son dos de sus películas más representativas de esa sensibilidad. En la segunda, Chaplin realiza un desternillante y severo retrato de la época fordista, cuyas consecuencias padece el protagonista –un pobre trabajador cualquiera– en forma de precariedad laboral, represión policial, pobreza o la simple apatía rutinaria que caracteriza el modo de producción fordista industrial. También es destacable el papel que designa Chaplin a la máquina como elemento no emancipador para la clase obrera en la famosa escena de la cadena de montaje.
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Tiempos modernos, tiempos de incertidumbre para los humildes |
John Ford, el narrador por excelencia de la
historia de EEUU que siempre manifestó una cierta ambigüedad ideológica a lo largo de su trayectoria, realizó varios espléndidos retratos
sobre la clase obrera. Uno de ellos es la adaptación de la novela de John
Steinbeck Las uvas de la ira (1940) sobre las durísimas consecuencias
que deparó en los pobres la Gran Depresión de 1929. La historia trata las
tristes peripecias de una familia de modestos granjeros de Oklahoma arruinados
por la banca que se ven obligados a abandonar sus tierras y vagar por el país
en busca de trabajo y sustento.
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Henry Fonda como el inolvidable Tom en Las uvas de la ira |
El film, que deja escenas de gran emotividad, cuenta con un reparto de lujo encabezado por Henry Fonda como Tom, carismático protagonista de complejo transfondo personal cuya visión y conciencia evoluciona a lo largo de la historia, conmoviendo al espectador. El discurso final de Jane Darweel, que interpreta a la madre de familia, es un alegato de dignidad de los desheredados del mundo con un toque de orgulloso optimismo.
Ford se adentró también en el interior de una comunidad obrera más
politizada en ¡Qué verde era mi valle! (1941), que se desarrolla en una
familia minera de Gales del S.XIX apegada a la tradición de su oficio que se ve
polarizada ante un recorte salarial. Mientras que el padre mantiene una postura
conservadora, los menores del clan optarán por fórmulas de protesta más
politizadas y organizadas bajo la lucha sindical. La película está dotada de
una excelente fotografía y sensibilidad, como si Ford –de orgullosos orígenes
irlandeses– quisiera rendir un homenaje a su isla a través de la también verde
y apartada Gales. La obra se llevó el Óscar a mejor película por delante de Ciudadano
Kane.
Hasta los años 50 el cine estadounidense siguió produciendo historias donde
la clase trabajadora era la protagonista, como es el caso de La sal de la
tierra (1954), dirigida por Herbert Biberman, uno de Los Diez de Hollywood.
Los Diez de Hollywood era una lista compuesta por diez guionistas y directores acusados
de pertenencia o relación con el Partido Comunista de EEUU. Esta acusación,
enmarcada en los tiempos de la caza de brujas, fue vertida hacia algunos de los
mejores guionistas, directores e incluso actores de la época perjudicando
cuando no enterrando las carreras artísticas de muchos de ellos que rehusaron colaborar.
Tras la caza de brujas de los años 50 encabezada por el senador por Wisconsin, Joseph McCarthy, el cine norteamericano sobre las clase trabajadora concienciada decayó notablemente. Era tal la desfiguración ideológica a la que se había sometido a la industria, que una película como Espartaco (1960) fue calificada como comunista por algunos extremistas. De hecho, la nueva hornada de cineastas progresistas surgida a finales de los 60 estaban mucho más relacionados con la contracultura hippie de clase media, como son los casos de Dennis Hooper, Francis Ford Coppola, Peter Bogdanovich o Martin Scorsese. Sin embargo, hay algo en el cine Scorsese que es interesante analizar.
Aunque no se puede calificar al director de origen italiano
como un autor proletario, su especial dedicación al mundo de los gangster y el
lumpen nos retrotrae a la sempiterna fascinación que el cine americano ha
sentido hacia los gánsteres y el crimen organizado. El cine de gánsteres es uno
de los más trabajados y que mejores resultados ha dado en el cine
estadounidense.
Ya desde los años 30, Hollywood produjo clásicos como El
enémigo público (1931) o Los violentos años veinte (1939) en los que
actores tan célebres como James Cagney, Edward G. Robinson o Humphrey Bogart
labraron gran parte de sus carreras. Al igual que se ha hecho con las películas
del oeste, los famosos western, el cine ha optado por obviar las historias de
los trabajadores mientras estetizaban, e incluso glamourizaban, las andanzas del
sector lumpen. Los bandidos del salvaje oeste o los contrabandistas de la Ley
Seca han sido mil veces representados en el cine, pero no es nada habitual ver
películas en las que la protagonista sea una lucha sindical.
Esta marginación de la clase obrera ha sido impuesta con
gran éxito por parte del cine de masas. El propio imaginario de la sociedad
siente atracción hacia las andanzas de criminales y mafiosos mientras que
parece aburrirse ante historias con protagonista colectivo. Se opta por mostrar
historias individualistas a contar hitos de un grupo más amplio que luche por
el bien común. Hay notables excepciones a esta práctica, tal y como veremos más
adelante al hablar de otros países.
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Scorsese reconstruye las calles del New York lumpen en la época de la Guerra de Secesión |
Quizá su película más interesante para analizar sea la
monumental Gangs of New York (2002), una película fallida en alguno
aspectos pero que expone perfectamente la crudeza con la que se forjó Estados
Unidos, especialmente en los entornos urbanos, saturados de inmigrantes que no
tienen más remedio que optar por el robo y el crimen. No tienen más remedio que
hacerse lúmpenes que sobreviven como pueden en la inmensa New York.
La convivencia entre obreros y lúmpenes –gansterés—está
admirablemente reflejada en Historias del Bronx (1993), el debut de
Robert de Niro tras las cámaras en la que el actor, visiblemente influenciado
por su director fetiche Scorsese, recrea la historia de un joven que vive en
una fuerte contradicción al tener como referentes a su padre –un chofer de
autobús interpretado por De Niro— y un carismático líder mafioso del barrio
–interpretado por el también guionista Chazz Palmintieri. “No hace falta valor
para apretar un gatillo, sino para madrugar cada día y vivir de tu trabajo”,
dice en un momento Robert de Niro, quien añade tintes autobiográficos al film
cuando sitúa a una joven negra como novia de su hijo en la ficción.
España, obviando a la clase obrera
Básicamente, en España no hay tradición de contar historias
de obreros organizados haciendo huelgas salvajes para obtener la jornada de
ocho horas o para que no tuvieran que trabajar los niños en las fábricas
textiles. Y no es que España no haya dado algunos de los mejores cineastas de
izquierdas de Europa como Buñuel, Berlanga o Bardem. pero por diferentes causas
–la convivencia con el franquismo, la personalidad propia del autor— las
muestras de películas sobre el tema que tratamos son puntuales. Un ejemplo de
esta costumbre es el cine de la II República y la Guerra Civil.
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Tres jóvenes pasan su verano en un barrio obrero de Madrid en Barrio |
Aunque hay una importante filmografía sobre esa época, muy
pocas cintas ofrecen algo que se aleje de la corrección política y la
desideologización tan típica de nuestro cine. El hecho de que un autor de
talento y personalidad como Berlanga rodara La vaquilla (1985), una
cinta sobre la contienda tan tópica como insípida, resulta un tanto triste. La
descarnada película casi documental Sierra de Teruel (1939), del francés
Malraux y el valenciano Max Aub, es uno de los mejores testimonios de cómo
vivió el pueblo español esa guerra. Al igual que ha ocurrido en el campo de la
historiografía, parece que el tema de la Guerra Civil está vetado para los
artistas españoles, aplastados por la hegemónica visión derechista del
conflicto. Ello nos ha obligado a recurrir a extranjeros –especialmente
ingleses— como Ken Loach o Paul Preston para enterarnos de algunos pasajes de
nuestra historia.
Por el contrario, sí que disponemos de muestras
cinematográficas sobre los sectores más marginales del proletariado español. El
más destacado de entre ellos es Eloy de la Iglesia, autor maldito que se
mantuvo prácticamente inactivo en sus últimos veinte años de vida debido a
problemas de drogadicción a la heroína. Antes de ese viaje al ostracismo, De la
Iglesia había dirigido en torno a veinte películas desde finales de los 60
hasta 1986, cuando rodó La estanquera de Vallecas (1986), que puso la
guinda a su ciclo de películas sobre el cine quinqui.
Militante del PCE desde mediados de los 60, el director
vasco enfocó gran parte de su cine –sobre todo tras la muerte de Franco— desde
la óptica de la sociología marxista. hacia la marginalidad y la homosexualidad.
Entre otros trabajos de la época destacan: Los placeres ocultos (1977), El
diputado (1978) o Miedo a salir de casa (1979), que sirven para
comprender cuál era el pulso de la España del tardofranquismo y la Transición.
En 1980, De la Iglesia
aborda la que sería su última etapa cinematográfica dirigiendo películas
del llamado cine quinqui, que retrataba las vidas de los jóvenes procedentes de
barrios marginales –el chabolismo vertical del desarrollismo franquista de los 60. Esta generación estuvo marcada
por la marginalidad, el paro, la pobreza y la exclusión de los debates
políticos que marcaron la España de finales de los 70 y los inicios de los 80.
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Tres jóvenes pasan sus días en un barrio obrero de Madrid en Colegas |
Además, la entrada en el país de las drogas –especialmente
la heroína y más tarde la enfermedad del SIDA— marcó a miles de estos
marginados sociales, que murieron en cantidades importantes a finales de los 80
y principios de los 90. El propio De la Iglesia trabajó con chavales de barrio
que coqueteaban con la delincuencia a la vez que se adentraban en la droga. Con
ellos realizó largos como Navajeros (1980), Colegas (1982), El
pico (1983) y El pico 2 (1984), todas protagonizadas por José Luis
Manzano, uno de los actores más representativos de aquel cine y quien falleció
en 1992.
El cine crudo, trasgresor y marginal de Eloy de la Iglesia
fue desdeñado por la cultura de la Transición aunque sus ecos todavía se
escuchan en algunos cineastas de la actualidad. Probablemente el caso que viene antes
a la mente es el del director Fernando León de Aranoa, que ha contribuido al
retrato del subproleatriado en Barrio (1998), Los lunes al sol (2002)
o Princesas (2005). En el caso de Barrio, que narra un verano en
la vida de tres chavales con problemas familiares y pocas expectativas de
futuro, el paralelismo con Colegas es evidente, aunque la película del
director de Zarautz estuviese marcada por claves propias de su época.
Italia, uno de los países europeos con mayor cultura política,
ha dado algunas de las mejores muestras de cine político y social desde el
final de la Segunda Guerra Mundial. La derrota del fascismo en gran parte
gracias al esfuerzo de los partisanos y la poderosa presencia durante el resto
de siglo del PCI ayudó a generar la más densa suma de apoyos artísticos e
intelectuales en torno a la izquierda que se haya visto en Europa. En el campo
del cine, pasatiempo y constructor de ideologías por excelencia del S.XX, fue
donde los artistas transalpinos dieron lo mejor de sí como prueban las
aportaciones de Pier Paolo Pasolini, Elio Petri, Micheangelo Antonioni,
Bernardo Bertolucci, Roberto Rossellini, Vittorio de Sica, Gillo Pontecorvo,
Luchino Visconti...
Para cuando acabó la guerra, en 1945, el cine italiano iba a
empezar a cuajar el movimiento conocido como neorrealismo italiano, que
centraba su atención en la cruda realidad que sufría la población italiana,
especialmente sus clases humildes. Para ello, los cineastas reparan en la cotidianidad y en los detalles aparentemente irrisorios para dar mayor sensación de realismo a cada metro de celuloide. Además, las primeras películas están
trufadas de un sano antifascismo. La trilogía de la guerra de Rossellini, el
autor más influyente de aquella generación, compuesta por Roma, ciudad
abierta (1945), Paisá (1946) y Alemania, año cero (1948) está
rodada en las ruinas de ciudades que la guerra había sembrado en Italia y
Alemania. Aunque todas ellas son excelentes y emotivas, quizá sea Roma,
ciudad abierta la más interesante
de comentar.
La industria cinematográfica nacional ha sido uno de los
niños mimados de la cultura gala durante todo el S.XX por lo que es difícil
resumir las aportaciones del país a la historia del celuloide. Ya en los 30,
durante la experiencia de gobierno frentepopulista, el Estado francés se
aseguró de contar al pueblo francés lo que estaba aconteciendo en el país. En
dicha tarea, destacó sobre todos los demás Jean Renoir, una figura que sería
realzada posteriormente por la Nouvelle Vague y que dejó varias piezas de cine
comprometido socialmente más que interesantes.
El largometraje retrata a lo largo de tres horas las condiciones de vida míseras en las que vivían los obreros de las minas de carbón del norte de Francia de finales del SXIX a la vez que explica cómo se organiza y se radicaliza el movimiento obrero en dos corrientes diferentes: el anarquismo y el socialismo. Una que rechaza cualquier colaboración con el poder y propugna la acción directa mientras que la segunda opta por una estrategia más gradual en la que la violencia no es bienvenida. Para ahondar en el paralelismo con Novecento, cabe añadir que uno de sus protagonistas es Gerard Depardieu.
Japón: el papel de la mujer en Mizoguchi
El primer cine
japonés estuvo muy ligado a la historia y a las tradiciones del país, aunque la
mirada sobre ese pasado no sea siempre de compresión y sí de crítica. Por ello,
encontramos interesante exponer brevemente la aportación de cineastas progresistas
al reconocimiento del sufrimiento de la mujer en una sociedad marcada por el
patriarcado y el machismo. De entre los primeros tres grandes maestros del cine
nipón, Akira Kurosawa, Yasujiro Ozu y Kenji Mizoguchi, vamos a quedarnos con
este último, el más tradicionalista por estética y argumentos, pero el más
izquierdista de ellos en ideología.
La acción del film transcurre en la Roma ocupada por los
nazis narrando la actividad de los obreros antifascistas organizados contra el
invasor. Rossellini retrata a una clase obrera humilde y heroica, además de
diseccionar los diferentes elementos que convivían en aquella sociedad como el papel
del clero obrero, la dualidad alemán-italiano como la de rico-pobre o la
creación del sentimiento partisano antifascista en las nuevas generaciones.
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Roma, ciudad abierta, de Rossellini, homenaje al antifascismo italiano |
El film contiene algunos fragmentos de notable belleza
emotiva como la conversación que tiene en la escalera el humilde matrimonio
protagonista acerca de su futuro, el cual se ve truncado por la represión
fascista, o la mirada endurecida de una cuadrilla de niños antifascistas que marchan a Roma tras ver una ejecución. El cine de Rossellini mantuvo un
importante componente social durante su carrera, aunque fuera matizándose y
variando sus formas de expresión durante la trilogía de la soledad junto a su
esposa Ingrid Bergman y más adelante.
Otro autor destacado en el trato al proletariado italiano
fue Vittorio de Sica. Ladrón de bicicletas (1948) es uno de los mayores
hitos del neorrealismo italiano porque en ella llega a desaparecer la noción de
actor y personaje ya que los intérpretes fueron cogidos de la calle. La película
narra las peripecias de un pobre hombre y su hijo golpeados sin piedad por un
mundo apático al que son incapaces de adaptarse. El mensaje final es bastante pesimista al contemplar una
sociedad deshumanizada, algo que se repetirá en Umberto D. (1952), en la
que De Sica coloca de protagonista a un anciano en la ruina apegado a su perro y a
la desamparada sirvienta embarazada que vive con él en su apartamento
alquilado. La dramática historia parece conducir a la fatalidad aunque De Sica
opta por un final emotivo pero no funesto.
Un caso aparte en el cine italiano es el de Pasolini, un
artista que se inició en la dirección sin poseer ninguna noción ni experiencia
por lo que su obra es original y difícil de calificar. Sin embargo, su
acercamiento hacia el lumpenproletariado y la marginalidad –en un estilo
similar a lo que comentábamos de Eloy de la Iglesia— y sus referencias
literarias –Pasolini fue escritor antes que director— son su sello más
inconfundible. Su asesinato en siniestras circunstancias y que aún no está
esclarecido supuso un shock en la sociedad italiana ya que se produjo durante
un ciclo político especialmente tenso y polarizado. El propio cine de Pasolini
se había radicalizado también con Saló o los 120 días de Sodoma (1975).
Otros autores como Giussepe de Santis en Arroz Amargo (1949), Luchino Visconti en La tierra tembla (1948),
Federico Fellini, Gillo Pontecorvo o Elio Petri en La clase obrera va al
paraíso (1971) dieron muchos de sus mejores esfuerzos a hacer cine sobre los
desamparados, pero sería difícil encontrar a alguien que se hubiera volcado más
que Bernardo Bertolucci. Influenciado por el neorrelismo italiano y las nuevas
corrientes artísticas e intelectuales de los 60 como el propio Pasolini o Jean
Luc-Godard, Bertolucci realizó una de las mayores superproducciones en la que
la clase obrera es el innegable protagonista, Novecento (1976), un
homenaje al comunismo italiano que luchó contra el fascismo hasta vencerlo en
1945.
Con un reparto de lujo –Robert de Niro, Gerard Depardieu,
Donald Sutherland...—, Novecento muestra sin complejos a una clase
obrera que se conciencia, se organiza,
es derrotada por la burguesía fascista, se repliega y resurge de sus cenizas en
plena contienda mundial. Todo ello en un marco social y cultural minuciosamente
construido en donde se repasa las vicisitudes del proletariado. Un fresco
ineludible para cualquier militante por lo aleccionador y motivador que supone.
Francia, cine nacional y vanguardia
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Germinal, una lección de Historia en imágenes |
El crimen de Monsieur Lange (1935), en la que Renoir
explica a través del lenguaje del cine el funcionamiento y naturaleza de una
cooperativa; La Marsellesa (1938), que sería muy influyente en el
neorrealismo italiano; La regla del juego (1939), un retrato descarnado casi
buñuelesco de la burguesía de la época, son muestras evidentes de la audacia
cinematográfica y política de Renoir, que vio con horror el ascenso de Hitler,
que acabaría forzándole a marcharse a Estados Unidos.
De la época de Renoir es también la corta carrera de Jean
Vigo, fallecido en 1934 con 29 años. Vigo, hijo de un anarquista español que se
suicidó en la cárcel, pasó varios años de su juventud en un reformatorio.
Esta experiencia le sirvió para rodar Cero en conducta (1933), una oda a
la rebelión juvenil que estuvo prohibida en Francia hasta el final de la
Segunda Guerra Mundial. También destaca su opera prima A propos de Nice (1930), un corto mudo donde
expone la dureza de las desigualdades sociales. Tanto Vigo como Renoir
influyeron a la siguiente generación de cineastas franceses, la vanguardista
Nouvelle Vague.
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Jean Renoir nos explica qué es una cooperativa en El crimen de Monsieur Lange |
La Nouvelle Vague fue un movimiento artístico que basó su popularidad en la inmensa capacidad
de sus cineastas para innovar en el lenguaje cinematográfico. La mayor parte de
sus protagonistas –como Jean Luc Godard, Francois Truffaut o Claude Chabrol—
habían demostrado poseer un abrumador conocimiento del cine en las páginas de la
mítica Cahiers du cinemá, revista fundada por el inflyente crítico André
Bazin en 1951. La revista admiró el neorrealismo italiano y forjó en su fogón
creativo a esta oleada de talento superlativo. Aunque los personajes de
películas como Al final de la escapada (1960) de Godard o Los 400 golpes (1959) de Truffaut
no responden al perfil clásico de clase obrera ya que son personas aisladas de
la sociedad con tendencia a la marginalidad, la crítica a la institucionalidad
burguesa es evidente en esas obras.
Una película imposible de obviar en este post es Germinal
(1993), un film que se asemeja al Novecento de Bertolucci ya que fue
una superproducción basada en la novela de Zola que atrajo muchos recursos e
ilusiones a nivel nacional –es la película más cara de la historia del país.
Además, el estreno de la película, dirigida con oficio por Claude Berri,
coincidió con las negociaciones del Acuerdo General sobre Comercio y Aranceles con el que Estados Unidos pretendía adueñarse del mercado europeo
extendiendo la lógica del libre comercio a la industria audiovisual.
El largometraje retrata a lo largo de tres horas las condiciones de vida míseras en las que vivían los obreros de las minas de carbón del norte de Francia de finales del SXIX a la vez que explica cómo se organiza y se radicaliza el movimiento obrero en dos corrientes diferentes: el anarquismo y el socialismo. Una que rechaza cualquier colaboración con el poder y propugna la acción directa mientras que la segunda opta por una estrategia más gradual en la que la violencia no es bienvenida. Para ahondar en el paralelismo con Novecento, cabe añadir que uno de sus protagonistas es Gerard Depardieu.
Unión Soviética: el protagonista colectivo
Con la consolidación
de la Revolución Rusa a partir de 1917, el país soviético fomentó como quizá
nunca se haya hecho en la historia las distintas formas de arte. De ahí surgió
una de las vanguardias más creativas y
talentosas que se hayan visto con nombres como el dominador de todas las artes
Vladimir Mayakovski, pintores como Kandinski o Chagall, arquitectos como
Konstantin Melnikov o compositores como
Aleksandr Molosov o Serguei Prokofiev.
Sin embargo, fue el cine la disciplina en la que más profundizaron a la hora de
retratar a la nueva sociedad que nacía.
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La armada se acaba poniendo del lado del pueblo en El acorazado Potemkin |
Cineastas como Dziga
Vertov, el promotor del cine-ojo que produjo documentales sobre la recién
nacida URSS a petición de Lenin; Lev Kuleshov, que tanto aportó a la teoría del montaje con el
famoso “efecto Kuleshov”; Alexander Dovjenko, que retrató con mano maestra a su
amada Ucrania desde el punto de vista de los campesinos pobres en Tierra
(1930); Vsevolod Pudovkin, autor que supo contar historias colectivas añadiendo
tintes de historias personales a epopeyas como la Revolución de 1905 en La
madre (1926); el más genial y audaz de entre todos ellos, Serguei
Eisenstein, que llevó a su máxima expresión aquello del protagonista colectivo
en La huelga (1924), El acorazado Potemkin (1925) u Octubre (1928).
Eisentein nació en
una familia judía bastante acomodada en Riga, lo que le permitió poseer una
vastísima cultura en todas las artes posibles, especialmente la escultura, la
pintura y la literatura. Al llegar la Revolución, Eisenstein se sintió atraído hacia lo que aquel remolino
social podía deparar en el campo de las artes. Así, dejó su carrera de
ingeniero e ingresó a trabajar en el teatro del Proletkut –institución obrera
que fomentaba la participación de esa clase en diversas actividades culturales.
En 1924, pudo dirigir La huelga, que le catapultó a la primera línea de la vanguardia soviética.
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La huelga, primera demostración del talento de Eisenstein |
Eisenstein, que
siempre subrayó la influencia de D.W.Griffith en él y el resto de cineastas
soviético, fue un auténtico revolucionario del montaje, tal y como demostró con
maestría en sus primera obras, especialmente en El acorazado Potemkin y Octubre,
que narraban acciones heroicas del pueblo ruso-soviético en las revoluciones de
1905 y 1917. Escenas como la matanza en las escaleras de Odessa en la primera
película o la represión zarista de una manifestación pre-revolucionaria en la
segunda dan muestran de la espectacularidad y la velocidad con la que pasan las
imágenes ante los ojos de un espectador que no puede mantenerse neutral ante el conflicto.
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La Revolución de 1917 en lenguaje fílmico en Octubre, de Eisentein |
Otro de los rasgos
fundamentales del cine soviético es el protagonista colectivo. Son películas
atípicas a ojos del espectador occidental del SXXI, acostumbrado a héroes
individuales que salvan el mundo con poderes sobrenaturales o acciones
inverosímiles. En las obras de Dovjenko, Eisenstein o Pudovkin, basadas casi
siempre en hechos históricos, el pueblo organizado y concienciado cambia y
revoluciona la sociedad mediante la acción conjunta. Fue Pudovkin quien
supo mezclar historias individuales en contextos colectivos con mayor
sensibilidad, sobre todo en la notable adaptación de la novela homónima de
Máximo Gorki La madre, desarrollada en la Revolución de 1905, que narra
la evolución ideológica de un joven durante la revolución ante
la mirada preocupada y angustiada de la madre.
Desgraciadamente,
este esplendor artístico sufrió iniciados los años 30 la represión cultural del
estalinismo, que tachó de izquierdista muchas de estas expresiones
vanguardistas mientras abogaba por otras más sencillas, como el realismo
soviético de los años 30. Algunos de los artistas tuvieron que marcharse del
país, aunque la mayoría permanecieron realizando obras que, aunque notables,
carecían de los elementos creativos que habían fascinado al mundo
cinematográfico en los 20.
Alemania: el
retrato de Fassbinder sobre la sulbalternidad
De entre todo el cine
alemán, vamos a repasar brevemente la aportación del nuevo cine alemán y de su
director más audaz, Rainer Werner Fassbinder. Fassbinder se caracterizó por
combinar gran diversidad de estilos y temas, aunque siempre afrontó sus obras
desde una clara posición de izquierdas. Especialmente sensible con los sectores
más subalternos de la sociedad –los inmigrantes, las mujeres, los homosexuales,
el lumpen— , también contó en el cine lo que tenía lugar en la turbulenta
situación política alemana de los 70, como la aparición de la banda armada
Fracción del Ejército Rojo, en películas como La tercera generación (1978)
o Alemania en otoño (1977).
De entre todas sus
obras, Todos nos llamamos Alí (1973) es una de las más emblemáticas al
narrar la historia de amor entre una obrera sesentona viuda y un joven obrero
inmigrante marroquí. La relación será reprobada por todos los que les rodean:
vecinos, compañeros de trabajo, los hijos de ella... La película sitúa a los
protagonistas en la más absoluta subalternidad mientras demuestra cómo el racismo
prevalece aún en la sociedad alemana, no solo en cuanto al trato hacia los
árabes sino en las referencias que la señora cuenta sobre su marido fallecido,
de origen polaco y que también fue discriminado en vida.
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Un inmigrante y una viuda, la angustiosa subalternidad en Todos nos llamamos Alí |
Fassbinder también
introduce el papel de una emigrante yugoslava que trabaja con la protagonista
limpiando pisos para confirmar la tendencia de la sociedad alemana de usar a los más
débiles como clase subalterna. Así, la cinta concluye con un mensaje bastante
pesimista y angustioso aunque no carece de belleza y sensibilidad. La estética de la
película es extremadamente austera asemejándose al escenario de una obra
de teatro, sensación reforzada por la concreción de los diálogos y escenas. Todas
ellas trasmiten una idea, un mensaje, un crítica. Todas son afiladas, marca de
la casa de Fassbinder, que influyó profundamente en el mencionado Eloy de la
Iglesia.
Gran Bretaña: una
rica tradición obrerista que aún resiste
La fuerte
implantación de una clase obrera organizada y orgullosa desde finales del SXIX
ha dado en Gran Bretaña muchas muestras de una cultura propia que llegó a ser
casi hegemónica en el resto de la sociedad. Por ejemplo, muchos de los grupos
pop que como The Beatles u Oasis han dominado el mercado de ventas durante
años y se han alzado como iconos nacionales y mundiales tienen su origen en la
clase trabajadora.
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Obreros en huelga contra el gobierno tory de Thatcher, un leitmotiv típico del cine británico |
Durante años, antes
de la llegada del neoliberalismo, muchas series y películas tenían como
protagonistas a personas de la clase obrera tradicional. Sin embargo, en las
últimas décadas ha variado el tipo de personaje: de proletarios orgullosos y
respetados se ha ido derivando hacia
estereotipos más degradados –como los chavs de los que habla Owen Jones
en su libro Chavs, la demonización de la clase obrera– en series como Shameless o Little Britain.
El cine, y también la música, más militante que se ha hecho en GB en las últimas décadas vino dado
de una derrota dolorosa, la que sufrió la clase obrera en los 80 ante el
neoliberalismo de Thatcher. Sobre las luchas mineras de aquellos días se han
hecho numerosas películas. Aquí se comentaran tres principales muy diferentes: Billy
Elliot (2000), Tocando el viento (1997) y Pride (2014).
Billy Elliot cuenta
la historia de un niño de clase obrera cuyos padre y hermano mayor son mineros
del norte de Inglaterra en huelga contra el gobierno de Thatcher. La
particularidad del pequeño Billy es que empieza a tomar clases de ballet a
espaldas de su padre, un hombre de apariencia tosca y entristecida por la
muerte de su esposa y que representa los valores tradicionales de la clase
obrera. El hermano mayor, el temperamental Tony, representa un ala más
radicalizada de la militancia con una carga más impulsiva debido a su joven edad.
Los personajes, las
interpretaciones, lo bien construida que está la típica comunidad obrera del
norte de Inglaterra y el desarrollo de la historia la hacen una película tan
emotiva como edificante. Además de las famosas escenas de baile del pequeño Billy, son
destacadas las numerosas referencias directas al conflicto: la tensión con la
policía, los esquiroles, el pesimismo que reina en la lucha a medida que
transcurre, la desgarradora contradicción del padre cuando, decidido a pagar
una cara academia de baile para su hijo, amaga con regresar a la mina. Una lluvia
de simbolismos fácilmente identificables para cualquier conocedor del conflicto
y de la historia reciente de GB.
Tocando el viento
se sitúa en una comunidad minera similar a la de Billy Elliot aunque
narra más la resaca de la lucha contra Thatcher a principios de los 90, en vez de la lucha en su
máximo punto de tensión a mediados de los 80. De hecho, a lo largo del film hay
numerosas referencias a los días más combativos: los reproches mutuos de los
mineros sobre su actitud en el conflicto, la esposa que ha perdido el deseo
hacia el obrero derrotado y resignado en el que se ha convertido su marido minero... El hilo argumental gira en torno a la banda de música de los
mineros, amenazada con desaparecer si finalmente se cierra uno de las últimos
yacimientos que quedan en la comarca.
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Tocando el viento, la música como nexo de la comunidad cuando llega el paro |
La película, dirigida
por Mark Herman al frente de un reparto de nivel, contiene elementos
tragicómicos que tratan de rebajar la carga de dureza que tiene ver a tantos
trabajadores al borde del paro y desesperación. La escena en la que uno de los protagonistas ha de recurrir a su vestido de payaso, su oficio de emergencia
ante la escasez de recursos económicos, para “amenizar” una clase de catequesis
es la mejor muestra de ese humor ácido hilarante que contiene el film.
Pride, una
película muy reciente basada en una historia real, aborda el conflicto desde
una perspectiva nueva cuando una organización de gays y lesbianas deciden
apoyar la huelga de los mineros de 1984. Ante la negativa del tradicional
Sindicato Nacional de Mineros de aceptar dicho apoyo preocupados por la
repercusión negativa que podría traer consigo, la organización opta por apoyar
a una comunidad minera de Gales, lo que dará lugar a una curiosa alianza en la
que una comunidad de obreros del carbón marcada por los valores tradicionales
aprenderá a aceptar a los homosexuales procedentes de entornos urbanos más
modernizados.
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Homosexuales y mineros contra el Thatcherismo en Pride |
Caso aparte merece la
aportación cinematográfica de Ken Loach, que resume a la perfección la actitud
de muchos cineastas ingleses hacia la clase obrera. En el caso de Loach, es
particularmente notable su excesiva idealización de la clase trabajadora,
aparentemente carente de maldad y representante siempre de una moral impecable.
La militancia trotskista de Loach queda patente en la muy comentada dentro de
la izquierda Tierra y libertad (1995), basada en Homenaje a Cataluña
del igual de polémico George Orwell. Tierra y libertad es una de las
pocas películas que trata la Guerra Civil española desde la perspectiva de
quienes –anarquistas y militantes del POUM, principalmente— optaron por hacer
la revolución en el frente de Aragón en plena guerra contra las potencias
fascistas.
A pesar de que la
ideología de Loach deforma de manera importante la historia caricaturizando el
mando único de la República como si de una panda de estalinistas se tratara, el
film es interesante porque narra escenas tan desconocidas como el reparto de
tierra entre los campesinos pobres que se realizó durante aquella
revolución. Es, en definitiva, la película más obrerista sobre la Guerra Civil,
por lo que conviene conocerla.
El cine de Loach está
centrado casi exclusivamente en la clase obrera por lo que cualquiera de sus
obras podría ser analizada en un post como éste. Muy recomendable es El
viento que agita la cebada (2006), que narra el proceso de independencia
irlandesa tras la Primera Guerra Mundial desde la perspectiva del IRA y de las
diversas vías que habitan en la lucha. Loach, claro está, toma partido por la vertiente obrerista más de
izquierda que no se conforma con la simple independencia de la isla. También es
destacable la descripción que hace del IRA como movimiento de liberación
nacional con una fuerte implantación en la sociedad civil, algo similar a lo
que hace Gillo Pontecorvo en La batalla de Argel (1966) con el FLN argelino.
Otras cintas
recomendables de Loach son: Lloviendo piedras (1993), que cuenta las
vivencias de una familia católica ante las dificultades económicas que le
afectan; En un mundo feliz (2007), que profundiza en las consecuencias
de la precariedad laboral; la trilogía de Glasgow compuesta por Mi nombre es
Joe (1998), Solo un beso (2004) y Felices dieciséis (2002); o
la reciente El espíritu del 48 (2013), documental que recuerda la construcción
del estado de bienestar en Gran Bretaña tras la Segunda Guerra Mundial y el
auge del laborismo. El de Loach es un cine interesante y de estétia realista, aunque peca de exceso de paternalismo hacia la clase obrera, característica común al cine de las islas británicas.
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Loach explica la construcción del estado social en El espíritu del 45 |
Japón: el papel de la mujer en Mizoguchi
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Mujeres de la noche.La mujer en el cine de Mizoguchi |
De entrada, hay que destacar que el cine de Mizoguchi
posee una belleza poética del paisaje japonés muy poderosa. Cuesta pensar
qué hubiera sido capaz de fotografiar de contar con los mejores recursos técnicos
de los que sí dispuso Kurosawa en Dersu Uzala (1975) o Ran
(1985). Sin embargo, películas como El intendente Sansho (1954) prueban
la capacidad de Mizoguchi detrás de la cámara. Sus famosos planos-pergamino, en los que
desplegaba la cámara lateralmente para narrar la historia son otra de sus
características más reconocibles.
Además, su cine está visiblemente marcada por la
crítica a la situación de la mujer en la tradicionalista sociedad japonesa. Es el caso de películas como Mujeres de la noche (1948), en la que relata la miseria
de una mujeres forzadas a ejercer de prostitutas en una sociedad que no les
concede otra salida; o La historia del ultimo Crisantemo (1939). El
hecho de que la hermana del propio Mizoguchi fuera vendida como geisha por el
padre de ambos pudo marcar su vocación contestataria, así como su militancia
socialista y feminista.