domingo, 5 de noviembre de 2017

Crónica de la Revolución Rusa en 1917

                                                       "Me he ido adonde no queríais que fuera"
                                                               Lenin, la noche del asalto al Palacio de Invierno.

La Revolución Rusa es unos de los acontecimientos históricos más trascendentales y comentados. Supuso, junto a la 1ª Guerra Mundial, el fin del S.XIX, un siglo marcado y dominado por la burguesía ascendente y el liberalismo. El conflicto bélico aceleró la decrepitud de aquel sistema enfrentando a las potencias que lo habían engendrado sacrificando para ello a los más pobres, mientras que la Revolución Rusa sirvió para que estos últimos, los proletarios, pasaran la factura de tanto sacrificio en vano. 

Sin embargo, la Revolución fue un proceso mucho más complejo, proteico y espontáneo de lo que muchos creen. Y es que lo ocurrido en aquel año 1917 en Rusia sigue siendo un proceso desconocido para muchos, incluyendo a muchos izquierdistas, que han optado por mitificarlo e idealizarlo sin encarar las contradicciones y oportunidades que la Revolución conllevaba. Han tratado de convertirla en una pieza más del solemne museo de la Historia. Este artículo, como los otros que hemos publicado estos días sobre la Revolución, trata de llevar al lector a conocer mejor los hechos del 1917 ruso.

PARTIDOS POLÍTICOS PRINCIPALES DE LA ÉPOCA
Para que al lector le sea más fácil familiarizarse con los nombres de los partidos políticos y sus protagonistas hemos elaborado un esquema informativo sobre ellos:

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La Revolución de febrero
Ninguno de los partidos políticos estaba preparado para lo que ocurrió en los últimos días de febrero de 1917 en Petrogrado. El inicio de la Revolución fue obra de las masas proletarias de la capital del imperio zarista, hartas de la guerra y de las míseras condiciones de vida. Se suele dar como fecha de inicio de la revolución el 23 de febrero, Día Internacional de la Mujer, pero sería interesante señalar otra fecha clave e igual de icónica para el pueblo ruso, el 9 de enero, aniversario doce de la masacre del Domingo Sangriento, que desató la Revolución de 1905. Entonces se manifestaron 150.000 personas en Petrogrado, movimiento replicado en Moscú, Jarkov y Bakú, principales centros industriales del país.

La oleada de huelgas que siguieron a ese aniversario duraron semanas hasta llegar a una pequeña tregua a finales de febrero. El día 23 se presentaba tranquilo hasta que varios miles de obreras textiles del barrio de Víborg salieron a la calle para animar al resto de trabajadoras a marchar. Las mujeres sufrían no solo la opresión laboral sino también la humillación de esperar todas las madrugadas para poder adquirir un poco de pan con el que mantener el hogar, esfuerzo que no siempre tenía su recompensa. A las pocas horas ya eran 50.000 mujeres; a la tarde, habiéndose sumado los hombres, la cifra alcanzaba 90.000.

Pero la protesta parecía no haber alcanzado todo su potencial aún. Los obreros de la mítica fábrica de Putílov –40.000 trabajadores que habían sido el motor de la Revolución 1905– no se habían sumado. De hecho, las clases acomodadas aparentaban tranquilidad, incluyendo al siempre ignorante zar Nicolás II, que había abandonado la capital para trasladarse al cuartel general del ejército. En la capital quedaron varios miles de policías, cosacos y un enorme ejército acantonado, dispuestos a reprimir al pueblo en caso de revuelta, según creía el zar y sus huestes. Estaban equivocados.

Durante la noche del 23 al 24, protegidos por la oscuridad del invierno ruso, los militantes y activistas más intrépidos se encargaron de reorganizar el incipiente movimiento que había surgido de la voluntad de las obreras. Las consignas expresadas el 24 daban un paso adelante en el tono de la protesta: "¡Abajo la autocracia! ¡Acabad la guerra!". La policía de la ciudad, formada por elementos desclasados e indiferentes, reprimió duramente las manifestaciones. Pero no fue así en el caso de los otrora temibles cosacos, quienes, subidos a sus imponentes caballos se permitían el lujo de sonreír al pueblo. Fue este un momento clave en la lucha, sin duda.

Una famosa imagen del Día de la Mujer, chispa de la Revolución de Febrero.
En el día 25 de febrero, la policía fue derrotada y los cosacos prácticamente cooptados ya que, sin haberse sumado oficialmente a la insurrección, sí habían protegido al pueblo de la policía. Los soldados, hijos en su mayoría de campesinos pobres, temblaban ante la posibilidad de tener que masacrar a aquellos que se habían atrevido a levantarse contra el zar. Además, entre esas multitudes, estaban sus familiares, novias y amigos que imploraban solidaridad por parte de la soldados.

Para el día 26, domingo, la zarina telegrafió a su marido: "La ciudad está en calma". Nicolás II, que no lo debía tener tan claro, había ordenado al general Jabalov que "pusiera fin a todos los desordenes que sufre la capital". Inicialmente, estallaron disparos en varios puntos de la ciudad. Las masas no estaban armadas, por el momento. El prestigioso obrero bolchevique Shliapnikov creía que serían los argumentos y el heroico ejemplo del proletariado lo que conseguiría ganarse el corazón de los soldados, muchos de los cuales optaban por disparar al aire cuando recibían órdenes de un superior. Fue el Regimiento Pavlovsky el primero que, de manera espontánea y confusa, llegó a atacar a las propias fuerzas armadas zaristas. Fue la primera grieta de un muro que se venía abajo ante la cascada de protestas. 

El día 27 febrero amaneció con los cuarteles en pleno debate. Los soldados del Regimiento Volynski que habían disparado el día anterior se arrepentían y se unían a los ya convencidos. Uno de ellos diría: "Los que están ahí fuera pidiendo pan son personas normales, nuestros padres, madres, hermanos y novias. Yo propongo que no marchemos contra ellos mañana. Ya se ha derramado demasiada sangre. Y ahora ha llegado el momento de morir en nombre de la libertad". 

Cual fichas de dominó, los cuarteles fueron cayendo uno tras otro en favor de la Revolución. A la tarde, la insurgencia ya disponía de miles de rifles, revólveres y varios cientos de ametralladoras. Con la fuerza de las armas liberaron con facilidad a los presos políticos. El estado zarista estaba tan quebrado que el general Jabalov tenía que explicar con torpeza al zar que sus órdenes e instrucciones no llegaban a sus subordinados. 

Nicolás II rodeado de su familia. La dinastía Romanov sería asesinada el 17 de julio de 1918.
Las ondas de la revolución de Petrogrado eran replicadas por otras ondas rebeldes en el resto de Rusia, que ya nunca más sería una Rusia zarista, pues Nicolás había sido arrojado al vertedero de la Historia por un pueblo que se sentía dueño de su destino. El Zar abandonó a sus generales con la intención de llegar a Tsárkoye Seló, el palacio familiar de las afueras de Petrogrado. El servicio ferroviario desvió su tren, que le llevó a una vía muerta. Abandonado hasta por sus propios cortesanos, había dejado de ser zar. "Si Rusia entera se arrodillara para pedirme que volviera, no lo haría", dijo ofendido. El último de los Romanov no se había enterado de nada.

Un poder dual: el soviet y el gobierno provisional
Con la abdicación del Zar –su linaje y él mismo serían extintos en verano de 1918–, iba a empezar una disputa por el poder en Rusia que se iba a alargar hasta el mismo Octubre Rojo, cuando los bolcheviques tomarían decididamente en sus manos los destinos del país. Pero en marzo de 1917 los bolcheviques no eran en absoluto la fuerza política predominante. Partían con muchas desventajas con sus otrora camaradas mencheviques y los eseristas, el gran partido del bloque de izquierda que contaba con el conocido y veleidoso Kérensky, que se convirtió rápidamente en el político más popular tras febrero. 

Una de los rasgos característicos y más apasionantes de 1917 es el surgimiento desde febrero de un poder bicéfalo que chocará y friccionará durante los meses posteriores hasta hacer insostenible la situación. De un lado, el poder formal recaerá en un Comité Provisional de la Duma, que pronto pare de su seno un Gobierno Provisional, liderado por los kadetes –y en especial por el profesor de Historia Pavel Miliukov– y en donde participan octubristas como el millonario Guchkov y algún izquierdista afortunado como Kérensky, al mando de Justicia. 

Alexander Kerensky se alzó como indiscutible primer líder de la Revolución de Febrero.
Pero Kérensky vale para un roto y un descosido. Como no podía ser de otra manera, el polivalente ministro de Justicia tiene voz y voto en el otro gran poder que surge entonces, el resucitado Soviet de Petrogrado, donde el pueblo que hizo caer al Zar tiene verdaderamente depositadas sus esperanzas y apoyos. El Soviet encarnará a la perfección los valores de la Revolución pero su formación es muy heterogénea. Como ya hemos anotado en el cuadro sobre los partidos políticos de arriba, había importantes diferencias entre las fuerzas de izquierda.

Tanto mencheviques como eseristas estaban plenamente convencidos de que había que colaborar con el Gobierno Provisional, máxime si en él estaba ya alguien tan icónico como Kérensky. A pesar de esta actitud, no tragaron con los planes iniciales de los octubristas y del hábil kadete Miliukov de preservar la monarquía dándole el trono al moderado hermano de Nicolás II. También en los bolcheviques existían divergencias y más si tenemos en cuenta que muchos de ellos estaban en el exilio y su regreso a Rusia no era precisamente fácil. En marzo, mientras un tren sellado cruzaba Alemania con un ilustre  pasajero a bordo, líderes moderados del partido como Stalin o Kamenev –al mando del periódico del partido Pravda– optaban por posturas similares a los mencheviques, e incluso estudiaron una fusión con ellos. Todo fuera por salvar aquella revolución que tanto prometía.

Llegada de Lenin
Pero las aguas no estarían tranquilas durante mucho tiempo. La dialéctica entre masas revolucionarias y élites reaccionarias iba a torpedear las posturas reformistas durante los meses siguientes. Si la mayoría del pueblo –especialmente los soldados que tanta presencia tenían en el Soviet– quería acabar la guerra de inmediato, el Gobierno Provisional, los partidos conservadores y amplios sectores reformistas optaban por la continuación del esfuerzo bélico, aunque cada formación variara sus justificaciones teóricas. 

Recreación artística de la llegada de Lenin a Petrogrado.
A principios de abril un tren llega a la estación de Finlandia en plena noche. Una importante comitiva y cientos de simpatizantes del partido bolchevique esperan la llegada de uno de sus líderes más icónicos y veteranos: Vladimir Ilich Ulianov, más conocido como Lenin. Nada más llegar, encaramado a un coche cuyos focos iluminaban a los ahí congregados, Lenin da su primer discurso. En él, resume las Tesis de Abril, un texto que ha preparado durante su viaje a medida que iba informándose de la situación de su país. Su llamado a romper con el Gobierno Provisional, entregar el poder a los soviets y acabar con la guerra imperialista no gusta del todo entre sus camaradas, que le miran como a un extraterrestre. Sus Tesis fueron publicadas en Pravda por compromiso, con una nota adjunta que explicaba que la mayoría de la dirección no compartía lo escrito por el camarada Lenin.

Sin embargo, ese hombre extremadamente audaz irá ganando terreno desde bien pronto, pues sintoniza con el sentir popular mejor que la mayoría de sus compañeros bolcheviques. Para conocer mejor este Lenin populista recomendamos leer el artículo publicado sobre su pensamiento. A finales de este mes de abril, tras el Congreso del Partido, las posturas leninistas se harán hegemónicas en el partido –aunque seguirán siendo miradas con recelo por muchos dirigentes–. Al ascenso del leninismo contribuyó decisivamente lo acontecido en las Jornadas de Abril.

Las Jornadas de Abril y la crisis de Gobierno
Por su parte, al Gobierno Provisional le costaba mucho no encolerizar al pueblo, ni siquiera con el colchón que le proporcionaba el Soviet de Petrogrado, dominado por eseristas y mencheviques que debían alternar la contención de las masas con la obtención de ciertas concesiones del Gobierno burgués. Pero algunos temas como la Gran Guerra no aceptaban matices ni puntos medios. Miliukov, el hombre fuerte del Gobierno, emitió una nota informativa con la intención de tranquilizar a las potencias aliadas respecto al indudable esfuerzo bélico ruso. Traducido al lenguaje de las masas: Rusia iba a continuar a pleno rendimiento con la guerra. Aquello no sentó bien.

Pavel Miliukov, hombre fuerte del primer gabinete, iba a tener que abandonar el Gobierno Provisional tras las Jornadas de Abril y la crisis que las mismas produjeron. Miliukov encarnaba un imperialismo belicista tan indisimulado que acabó con la paciencia de las masas y el propio Soviet.
Las vanguardias revolucionarias de entre los marineros y soldados salieron a la calle armadas hasta los dientes llamando a derribar al propio Mïliukov. Llegó a haber intercambios de disparos con una contramanifestación kadete y las protestas decayeron a los dos días. El Gobierno Provisional tenía las horas contadas, por lo que se improvisó un nuevo gabinete entre kadetes y reformistas. Miliukov había sido quemado y su sustituto natural como cabeza visible del Gobierno no podía ser otro que el eserista Kérensky, quien, además, se haría cargo de la complicada cartera de Defensa. Aquel hombre teatral e histérico tocaba techo en su popularidad aunque muy pronto su incapacidad y sus actos iban a decepcionar a las masas, que todavía le tenían en estima.

Kérensky inicia un viaje por las trincheras de la guerra intentando insuflar fervor patriótico en la soldadesca, que había adquirido importantes libertades y derechos gracias a la Revolución de Febrero. Ahora exigían respeto de sus superiores y afirmaban obedecer únicamente al apreciado Soviet de Petrogrado, adonde enviaban a sus representantes electos. No era tarea fácil para el camaleónico Kérensky, cuyos efusivos discursos chovinistas no tenían gran efecto en aquellos soldados que abandonaban en masa el frente, fluían por las vías ferroviarias, ocupaban vagones enteros de tren e incomodaban al resto de la sociedad al llegar a las ciudades.

La cuestión sobre la guerra iba a colear hasta llegado junio, cuando el reformista Soviet, donde los bolcheviques poseían solo uno de cada siete delegados, iba a organizar una manifestación en favor de la unidad en torno a la guerra y el "defensismo revolucionario", postura que avalaba el esfuerzo bélico como defensa de la Revolución defendida por mencheviques y eseristas. La maniobra acabó resultando desastrosa para ellos pues la manifestación del 18 de junio encumbró a los bolcheviques, cuyas banderas rojas y lemas contra los "diez ministros capitalistas" dominaron la puesta en escena. Una vez más, las masas pedían a gritos el giro a la izquierda del demasiado cauto Soviet.

Las Jornadas de Julio
Pero tampoco los bolcheviques las tenían todas consigo, pues incluso Lenin titubeaba ahora sobre la posibilidad de la toma inmediata del poder. Y más tras el intento del Gobierno Provisional de desplazar a las mejores unidades militares –el famoso Primer Regimiento de Ametralladoras, bolchevique hasta la médula– al frente desde Petrogrado. La mirada de las masas se posaba en los bolcheviques, que amagaban con la toma del poder.

Representación del film Octubre de Serguei Eisenstein que muestra la represión de las Jornadas de Julio.
El día 3 de julio, empezaba la que sería la movilización más grande de las masas hasta la intentona de Kornilov en agosto. Decenas de miles de obreros, soldados y marineros de Kronstadt, la vanguardia del proletariado, tomarán la ciudad durante dos días armas en mano, presionando a los sobrepasados bolcheviques para que se pusieran a la cabeza del emergente movimiento. Tuvo que ser Zinoviev, del ala moderada del partido y un hombre de conocida afabilidad, quien trató de reconducir la revuelta hacia tonos más pacíficos.

El 4 de julio, la mañana vio desfilar a medio millón de personas por las calles de Petrogrado, un éxito en gran medida inmerecido para los bolcheviques. Sin embargo, la violencia del día 3 tendrá su eco ya que la impresionante exhibición de fuerza será dispersada mediante ametralladoras causando la muerte de muchos y la furia de todos. Una turba marchó a la sede de los bolcheviques para que un incómodo Lenin les dirigiera unas palabras. Tras ello, acudieron a la sede del Soviet en el Palacio Táuride, donde se vivieron momentos de gran tensión. Un obrero exaltado le asestó un puñetazo al ministro eserista Chernov, que había confiado en poder calmar los ánimos. Tuvo que ser el carismático Trotsky, recientemente ingresado en el partido bolchevique, quien pusiera a salvo al pobre Chernov.

Al día siguiente las aguas parecían volver a su cauce no sin antes haber deformado el curso de la revolución. Los bolcheviques, por un lado, intentaron apropiarse del impresionante movimiento recalcando que su repliegue se debía a las ordenes del partido, algo no muy cierto. Simplemente, habían sido desbordados una vez más por tan amplio caudal revolucionario. Sin embargo, existía otro motivo que obligaba a mostrar moderación: la difusión de informaciones que acusaban a Lenin de ser espía alemán.  

La contrarrevolución asoma
Las Jornadas de Julio iban a dar por finiquitada la existencia del segundo Gobierno Provisional, provocando la salida de los kadetes y dejando el mando a eseristas y mencheviques. Kérensky se convertía en presidente del gabinete, puesto que había estado ocupado hasta entonces de manera anodina por el príncipe Lvov. Además, seguía reservándose la cartera de Defensa. Para entonces Kérensky está agotado políticamente, pues su famosa Ofensiva Kérensky –un intento de obtener una victoria militar contra las potencias centrales en la región de Galitzia– ha sido un desastre y su papel de líder carismático está entrando en barrena. Petrogrado exige un giro a la izquierda que Kérensky, de naturaleza oportunista y escaso en principios morales, es incapaz de llevar a cabo.

De hecho, para entonces resulta evidente que tanto Kérensky como los sectores conservadores mencheviques y eseristas empiezan a alinearse con la reacción o, al menos, a no alinearse con el radicalismo de las masas. Las mentiras propagadas sobre el espionaje alemán desde el panfleto de extrema derecha Zhivoe slovo habían sido promocionadas en secreto por el propio Kérensky y Lenin se vio obligado una vez más a refugiarse en Finlandia mientras se sucedían los acontecimientos. 

Tras haber alcanzado su cenit de intensidad a principios de julio, ahora la revolución parece intimidada por los acontecimientos. Los propios bolcheviques padecen en sus carnes la represión organizada desde el Gobierno dejando al partido en una situación de semi ilegalidad, deteniendo líderes, desarmando a los Guardias Rojos y suprimiendo diarios bolcheviques. Tampoco se podían obviar las acusaciones de espía alemán a Lenin, que llegaron a calar en ciertos sectores populares. La contrarrevolución asomaba y empezaba a campar a sus anchas. Hasta se había restaurado la pena capital, un golpe muy duro para el ánimo del pueblo. Pero la reacción necesitaba un cabecilla a la altura y ese no podía ser Kérensky, que empezaba a estar bastante desubicado, sino un militar que disciplinara el país a nivel interno y enfrentara a nivel externo la amenaza del káiser alemán, cuyas tropas se aproximaban a Riga, muy cerca de Petrogrado.

El militar zarista Lavr Kornilov protagonizó una intentona golpista a finales de agosto tratando de cercenar definitivamente las esperanzas de una revolución que parecía estar agotada. 

El golpe de Kornilov
La presentación en sociedad del nuevo comandante en jefe de los ejércitos de Rusia se produjo en el teatro Bolshoi en Moscú durante una Conferencia Estatal organizada por Kérensky para unir diversas fuerzas sociales y políticas. Estaban presentes desde grandes capitalistas y banqueros hasta miembros de soviets, pasando por sindicalistas y cooperativistas. Y claro, allí había poco que unir. Las autoritarias palabras de Kornilov fueron aplaudidas por los millonarios y el discurso alucinado de Kérensky fue apoyado por las izquierdas moderadas ahí congregadas, entre las que no se incluía, claro está, la izquierda bolchevique. 

Kornilov había sido vitoreado por las clases altas moscovitas como un salvador. "Se ha convertido en una bandera. Una bandera que algunos consideran contrarrevolucionaria y otros como el estandarte de la salvación de la patria", afirmaba un alto mando del ejército sobre la nueva promesa de la reacción. Kérensky, por su parte, empezaba a aceptar y asimilar la idea de que la revolución tenía los días contados, pero necesitaba quebrar la voluntad de las masas revolucionarias y de los bocheviques, y para ello la ayuda de Kornilov era imprescindible. Absurdamente, y en un síntoma claro de enajenación, Kérensky quería seguir siendo el líder del Gobierno Provisional aunque tuviera que someter a quien fuera su valedor –el propio Soviet– y cumplir el programa político de quienes iban a volver a mandar en Rusia, la alta burguesía y los militares zaristas. Dos cabos difíciles de unir.

Kornilov, hombre de pocas palabras y naturaleza dura como buen siberiano que era, no estaba para aguantar las excentricidades del abogado metido a político vanidoso que era Kérensky. Los tiempos  y los amos del país clamaban por soluciones tajantes de corte autoritario que enterraran en el olvido aquellos experimentos de votaciones en soviets y manifestaciones con banderas rojas. En la mentalidad de Kornilov, Kérensky no merecía más que la cartera de Justicia de un nuevo gabinete dictatorial. Durante diez días, estos dos hombres tan distintos no supieron entenderse y dieron aire al movimiento revolucionario.

En las elecciones a la Duma de la ciudad de Petrogrado celebradas el 20 de agosto los bolcheviques obtuvieron un resultado excelente y empezaban a acercarse a los eseristas, mientras que los mencheviques se hundían en su indefinición. La revolución daba muestras de estar muy viva y los bolcheviques aparecían como los campeones de entre los revolucionarios, los únicos cuyo entusiasmo podría detener el golpe que se avecinaba.

El 27 de agosto, Kornilov exigió una vez más a Kérensky el mando único en Petrogrado y la instauración de la ley marcial en la capital. El abogado vaciló, y finalmente decidió pedir la dimisión del general al darse cuenta de que ceder ante él significaría su fin político. Kornilov no se tomó a bien este desprecio por lo que desató el golpe enviando a Petrogrado a soldados leales, cosacos y a la temible División Salvaje, montañeses del Caucaso conocidos por su ferocidad. 

Una pintura de la División Salvaje atacando a infantería austríaca durante la Gran Guerra.
Tras algunos rifirrafes con el Gobierno de Kérensky, pronto el Soviet comprendió que el golpe podía aniquilar todo lo que se había obtenido durante meses. Se creó el Comité para la Lucha contra la Contrarrevolución, en el que estaban representados mencheviques, eseristas y, ahora sí, bolcheviques. Como suele ocurrir en estos caso, el golpe desde el exterior diluye las desavenencias en el interior. Además, a estas alturas los bolcheviques –y este era el análisis de Lenin–  preveían que Kérensky era un cadáver político y que, sin ejército que le defendiera, su gobierno bonapartista no tenía ningún poder real. 

A los pocos días, el golpe había fracasado estrepitosamente. Nuevamente, la voluntad y entusiasmo de las masas lograron una gesta histórica con manifiesta facilidad. Como le había sucedido al Zar, Kornilov no pudo movilizar a sus tropas a través de unas líneas ferroviarias entregadas al fervor revolucionario de sus trabajadores. Prontamente, las vías férreas estaban cortadas y obstruidas, lo que dejó tirada a la soldadesca, que cayó presa de la confraternización con un pueblo que le rogaba cesar el golpe y entregarse a la discusión política y la lectura de panfletos. Hasta los otrora aterradores musulmanes de la División Salvaje fueron cooptados por el ánimo de la gente. El golpe había sido vencido y la reacción se batía en retirada.

Septiembre de transición
El Soviet de Petrogrado inició septiembre en medio de una concordia nada usual. Los bolcheviques habían propuesto, en boca del siempre moderado Kamenev, una moción en favor a la formación de un gobierno nacional compuesto por representantes obreros y del campesinado, la confiscación de tierra a los grandes señores sin compensación, el control obrero de las fábricas y la paz. Por primera vez en la Revolución, el Soviet aprobaba una resolución bolchevique ya que, para entonces, los eseristas de izquierda y los mencheviques internacionalistas eran mayoría en sus partidos. Hasta Lenin decidió aparcar durante unos días sus planes para tomar el poder.

Durante el año 1917, Kamenev encarnó los valores del bolchevismo más moderado y conciliador junto a Zinoviev.
Prontamente, tuvo lugar un hecho clave para entender lo que se aproximaba. El tan exitoso y poderoso Comité para la Lucha contra la Contrarrevolución se transformó en el Comité Militar Revolucionario (CMR), una organización en clave ofensiva que, evidentemente, estaba muy influida por el bolchevismo. El CMR se convertía así en instrumento potencial de la toma del poder a cargo de las masas revolucionarias lideradas por el partido más radical y eufórico del momento.

Desde el Gobierno, Kérensky despreciaba la moción aprobada por el Soviet en favor de un gobierno obrero, algo que también hizo el Comité Ejecutivo Panruso. Kérensky se sostenía en el poder a pesar de sus debilidades, ya inmensas y terminales, y la fractura entre socialistas moderados y radicales se agigantaba. 

Aunque el artículo gire especialmente en torno a lo sucedido en Petrogrado, conviene destacar también el surgimiento de sentimientos nacionalistas en el resto del vastísimo territorio ruso, especialmente en Ucrania, Finlandia –en donde los respectivos parlamentos caminaban hacia la autodeterminación–, el Caúcaso, Uzbekistán, los países báticos... También el campo estaba experimentando importantes convulsiones desorganizadas y que luego traerían grandes problemas en los primeros años de gobierno bolchevique. El país entero era un magma de impulsos rupturistas aparentemente ingobernables.

El Octubre Rojo: debate y decisión
A mediados de septiembre, Lenin ya empezaba a alertar al partido de la necesidad de tomar el poder cuanto antes. Sus camaradas de Petrogrado, aprovechando la ausencia del veterano líder, publicaron en Pravda algunos de los textos leninistas de principios de septiembre, en los que Lenin aún abrazaba la posibilidad de un gobierno de mencheviques y eseristas. Evidentemente, esto enfadó al propio Lenin, quien empezó a planear su regreso a la capital de la revolución. Para ello, necesitó confeccionarse un disfraz que le camuflara.

Un Lenin camuflado se propone llegar a Petrogrado.
Los hechos iban dando poco a poco la razón a Lenin. A mediados de septiembre se había organizado una suntuosa Conferencia Democrática que evidenció no solo la ausencia de unidad entre las fuerzas políticas, sino la irrelevancia que empezaban a tomar muchas de las decisiones gubernamentales e institucionales, dado el avanzado estado de autonomía que había entre los soldados y obreros. Definitivamente, la revolución necesitaba pasar el testigo a otra fuerza política que la revitalizara y, en otoño de 1917, solamente los bolcheviques poseían el vigor necesario para tan grande desafío.

Lenin empezó a impacientarse al ver que sus camaradas no asumían el escenario de la toma del poder. En el Comité Central del partido, Zinoviev defendía aguardar al Congreso de los Soviets de finales de octubre antes de tomar parte en "ninguna acción directa y aislada", mientras que Lenin tenía "la profunda convicción de que si esperamos al Congreso de los Soviets, y dejamos pasar este momento, destruiremos la revolución". El contraste de pareceres era absoluto por lo que Lenin amagó con la dimisión del CC, amenaza muy típica en el partido que rara vez se llevaba a cabo. Sin embargo, Lenin sí que empezó a comunicarse directamente con las bases bolcheviques ya que el altavoz del Pravda le daba la espalda.

En la noche del día 10, en la espaciosa casa del menchevique internacionalista Sujanov, se reunió de manera clandestina el CC bolchevique. Sujanov se iba a quedar aquella noche trabajando en el Smolny, sede del Soviet, por lo que su esposa Galina Flakserman, militante bolchevique, aprovechó la oportunidad para dar cobijo a tan importante reunión de su apreciado partido. Acudieron Trosky, Kollontai, Stalin, Uritski, Yakovleva, Kamenev, Zinoviev y un hombre extraño que "parecía un ministro luterano", según recordaría la feminista Kollontai. Aquel hombre era Lenin, quien más intrépido y apasionado que nunca logró girar la postura del CC hacia la toma inmediata del poder. "Gracias al ejército tenemos una revólver apuntando al templo de la burguesía", opinaron Kamenev y Zinoviev en su defensa de una estrategia más conservadora que esperara a la ansiada Asamblea Constituyente. La resolución de Lenin fue la aprobada al final de aquella larga noche de debate.

El Octubre Rojo: la toma del Palacio de Invierno
Pero todavía faltaba organizar las piezas que asumieran el papel decisivo en la toma del poder. Es decir, los soldados, dispersos en organizaciones y siglas como el CMR, la Organización Militar, diversos regimientos, marineros... También se cernían dudas sobre la actitud que tomarían las masas en caso de una acción directa y unilateral de los bolcheviques, pues una cosa era defender la revolución contra Kornilov, y otra bien distinta descabezar al Gobierno Provisional sin debate en el Soviet de por medio.

Pasaron los días y los movimientos esperados no se concretaban para desesperación de Lenin. Incluso surgían discrepancias nuevamente entre los bolcheviques, como las afiladas notas que se enviaban entre Kamenev y Lenin o la dimisión no aceptada por el CC de Stalin. Fue entonces cuando la figura de Trotsky se alzó por encima de las demás para conjuntar a la mayoría de las unidades militares en torno a las tesis bolcheviques, fortaleciendo al CMR y haciéndolo virar a la izquierda. Con la adhesión de los soldados de la estratégica Fortaleza de San Pablo y San Pedro y el control efectivo de la mayoría de los depósitos de armas de Petrogrado, la toma del poder estaba lista para efectuarse.
Recreación de la película Octubre de la toma del Palacio de Invierno.
En la noche del 24 al 25 de octubre –en nuestro calendario gregoriano el 6-7 de noviembre–, sin excesivas dificultades, los soldados, obreros y marineros tomaron el poder de los principales puntos de la ciudad, incluido el propio Palacio de Invierno, donde permanecían la mayoría de ministros del Gobierno Provisional. Kérensky, que había intentado organizar una resistencia valiéndose de las milicias kadetes, viendo el fracaso al que se enfrentaba, decidió huir de la ciudad. Su fin había llegado y no parecía importarle a nadie. Abandonó poco después Rusia y vivió en EEUU, donde acostumbraba a contar historias sobre lo que quiso y no pudo hacer por su país. Murió en 1970.

Mientras el asalto al poder tomaba forma, un impaciente Lenin decidió abandonar su escondite contrariando las órdenes del CC. En su apartamento dejó una nota para sus camaradas: "Me he ido adonde no queríais que fuera". Intentando llegar al Smolny, donde se asentaría el nuevo orden socialista, se cruzó con milicias kadetes que no le reconocieron. Al llegar a su destino, fue recibido entre aplausos y ovaciones. 

El Segundo Congreso de los Soviets vería triunfar –no sin críticas de los sectores conservadores del Soviet– las tesis bolcheviques, las tesis que Lenin llevaba predicando desde que llegara en un tren sellado a principios de primavera. Se proclamó un Gobierno Revolucionario, y aquella mañana, Petrogrado alumbró un país diferente que se convertiría en una esperanza para los proletarios del mundo en los años venideros. 

Pronto vinieron tiempos durísimos: una Guerra Civil, un país deshecho y hambriento invadido por las potencias imperialistas, conflictos terribles dentro del partido, la prematura muerte de Lenin, los límites del nuevo estado soviético, las contradicciones de la burocracia, el campo y las nacionalidades... Pero esa es otra historia. Es la historia del S.XX, siglo parido por la más grande de las revoluciones que se hayan conocido.

jueves, 2 de noviembre de 2017

Lenin. Una vida consagrada a la revolución


"Decidir una vez cada cierto número de años qué miembros de la clase dominante han de oprimir y aplastar al pueblo en el parlamento: he aquí la verdadera esencia del parlamentarismo burgués, no sólo en las monarquías constitucionales parlamentarias sino en las repúblicas más democráticas"


Vladimir Ilich Uliánov, Lenin (El Estado y la Revolución, 1917)

Los poderosos lo temen, los ignorantes lo odian, los alienados lo necesitan, los traidores lo olvidan y los pobres habrán de hacerlo suyo, honrarlo y respetarlo para dejar de serlo. Indispensable para entender y explicar la historia reciente, pero también el presente y el futuro de la sociedad humana y el avance hacia su porvenir socialista. Padre espiritual de la mayor revolución proletaria de la historia, principal continuador de ese inabarcable bosque que Marx y Engels empezaran a sembrar a mediados del siglo XIX, intelectual y hombre de acción, teoría y práctica. No se puede entender Octubre de 1917 sin Lenin, y pese a que en un principio se pretendía para este especial escribir un perfil biográfico sobre su persona, la imposibilidad de sintetizar más tanto su vida como su obra han obligado al autor a dividir en dos tal honrosa e imponente empresa. En este artículo, se narrarán cronológicamente los principales momentos de la biografía de uno de los revolucionarios más imprescindibles, mientras que en la segunda parte se expondrán y se reflexionará sobre los aspectos fundamentales de su pensamiento.

La forja de un revolucionario
Nació como Vladimir Ilich Uliánov en 1870 bajo el cielo de la gris y sombría Simbirsk (actual Uliánovsk), uno de los tantísimos centros de comercio a orillas del Volga. Lenin se educó, como tantos otros pensadores marxistas, en una familia relativamente acomodada, pero con cierta conciencia política. Su padre, inspector de escuela, dedicó toda una vida profesional a construir colegios públicos para campesinos y desposeídos. Su madre, ama de casa, era aficionada a la lectura, pasión que contagió al pequeño Vladimir en sus primeros años de vida. Su hermano mayor, Alexander, fue un destacado militante de un grupo anarquista llamado La Voluntad del Pueblo, de innegable calado en la juventud rusa de la época. En 1887, fue ahorcado por atentar contra el entonces zar, Alejandro III. La pérdida de su colactáneo encendió definitivamente en Lenin la chispa revolucionaria.

En sus años de universidad en Kazán, participó en mítines y actos por los que fue detenido y expulsado a la aldea de Kokushkino donde, además de sus asignaturas de Derecho, comenzaría a leer a autores marxistas. De vuelta en Kazán, Lenin continuó participando en círculos revolucionarios. No obstante, decepcionado por un contexto ajeno a la industrialización, donde había más campesinos que peones con mono y la mayoría de la izquierda veía inviable una revolución proletaria, no tardó en mudarse a San Petersburgo. A los 23 años, ya se había ganado el apodo de “El Viejo” por su vasto conocimiento y su facilidad en el contacto directo con la clase obrera. En la capital, en constante lucha con los populistas y otras corrientes que veían en el campesinado al único sujeto posible de lo que habría de ser la revolución en Rusia, escribió Quiénes son los “amigos” del pueblo y cómo luchan contra los socialdemócratas, donde abogaba firmemente por el proletariado -en alianza con las clases populares del agro- como principal fuerza que habría de luchar contra la autocracia zarista, los terratenientes y la burguesía incipiente. Para ello, se presentaba indispensable la formación de un partido obrero que inculcara en las masas las ideas del socialismo científico, tarea a la que Lenin consagraría el resto de su vida. En los años siguientes, comenzarían a organizarse en fábricas de San Petersburgo varios círculos marxistas -en uno de los cuales Vladimir conocería a Nadezhda Konstantínovna Krúpskaya, futura militante del PCUS y figura indispensable para la creación del sistema educativo de la Unión Soviética- que desembocaron en la Unión de Lucha por la Emancipación de la Clase Obrera, una asociación con periódico propio (Rabócheie Dielo) que empezaba a hacerse hegemónica en el creciente proletariado de la capital.

Primeros pinitos en el arte del exilio
La autocracia zarista reprimió a este nuevo movimiento, y Lenin fue deportado a Siberia Oriental, totalmente ajeno a San Petersburgo y a más de 600 kilómetros del ferrocarril más cercano. Incomunicado con las grandes urbes rusas -los periódicos y revistas que pedía por correo tardaban semanas en llegar-, en ningún momento dejó de informarse sobre lo que acontecía en una Rusia cada vez más incendiada, y ejercía la abogacía de manera informal, ayudando a campesinos en sus pleitos con sus patrones y las instituciones locales. El 10 de julio de 1898 contraería matrimonio con Krupskaia, que también cumplía condena y exilio en la tundra siberiana. Algo antes, las Uniones de Lucha habían aprobado el manifiesto que formaría el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (POSDR), y las huelgas en la capital rusa conseguían arrancar pequeñas concesiones a los empresarios. Si bien Lenin no dejaría de advertir en Qué Hacer el peligro de centrar la lucha a objetivos exclusivamente economicistas -tan importante como las mejoras de las condiciones de trabajo era la creación de una conciencia de clase que trascendiera las luchas meramente corporativistas e impugnara el sistema político en su totalidad-, era innegable que el movimiento obrero estaba materializando sus primeras conquistas.

Una vez finalizado su exilio, Lenin seguía sin poder residir en la capital ni en Moscú. Su tarea ahora era unificar los objetivos de los diversos comités del POSDR, ya presentes en la práctica totalidad del país. Las detenciones masivas de los cuadros del Partido complicaban la celebración del II Congreso, antes del cual había que poner sobre la mesa la innegable divergencia entre economicistas y revolucionarios en el seno del partido. Vladimir defendía la creación de un periódico marxista, que tendría que ser necesariamente clandestino y editado desde el extranjero, vistas las persecuciones policiales. Así, abandonaría Rusia para recalar en Suiza, donde junto al grupo Emancipación del Trabajo -formado por el que fuera el fundador del marxismo en Rusia, Gueorgui Plejanov- y a tres camaradas rusos, daría luz a Iskra (La Chispa), que finalmente se editaría desde Munich. Lenin participó en la redacción, edición y administración del periódico, mientras esbozaba el proyecto de Programa del Partido. También se encargaba de la comunicación entre el periódico y las dos grandes ciudades rusas. La redacción del diario hubo de mudarse varias veces huyendo de la censura, pero terminó siendo un potentísimo instrumento de agitación y propaganda hasta el fin de su publicación en 1905. Dos años antes se había celebrado en Bruselas el II Congreso, en una fábrica de harinas de Bruselas, donde se presentaron 43 militantes de 26 organizaciones, que evadieron como pudieron a las fuerzas de seguridad belgas y a la policía zarista. Presidido por Plejanov y con Lenin como vicepresidente, en el Congreso se aprobó el programa defendido desde Iskra y los partidarios de Lenin obtuvieron la mayoría en la elección a los órganos centrales del Partido, lo que dio lugar a la histórica división entre bolcheviques y mencheviques.

Lenin arengando al pueblo
Revolución de 1905
Lenin vivió fuera de Rusia enero de 1905, cuando centenares de miles de personas, que incautamente esperaban que el zar escuchara sus plegarias, fueron masacradas por las balas y sables de las fuerzas de seguridad en las calles de San Petersburgo. Las clases populares rusas, todavía esclavas de una educación arraigada durante generaciones de sumisión a un buen patrón, simplemente habían acudido a una pacífica huelga convocada por la Asamblea de los Obreros Fabriles, financiada por la propia policía y con un claro espíritu de fidelidad al zar.  “Estas masas -diría Lenin- no estaban aún preparadas para rebelarse: sólo sabían implorar y suplicar…”. La huelga fue secundada en Moscú y en el resto de ciudades que clamaron contra la autocracia, constituyendo el primer paso hacia una insurrección más organizada. En el III Congreso del POSDR, sin embargo, la valoración fue harto diferente. Los mencheviques, defendiendo que la Revolución naciente de la huelga de 1905 era burguesa, optaban por una alianza táctica con la clase empresarial incipiente y por templar el espíritu revolucionario en aras de una vía parlamentaria a la conquista del poder. Los bolcheviques entendían que la alianza había de ser con el campesinado y que una revolución armada era la única vía frente a las bayonetas que, de igual modo, serían utilizadas por el zarismo para disolver un hipotético parlamento progresista. Ante las importantes sublevaciones en Potemkin y otras células importantes del Ejército, el zar Nicolás II convocó una Duma de Estado, para la que Lenin y otros destacados bolcheviques pudieron regresar del exilio.

Fueron meses de huelgas, barricadas, insurrecciones en ciudades industriales y zonas agrarias, pero finalmente el movimiento revolucionario comenzó a entibiarse en 1907. Disuelta la Duma, el zarismo volvió a modificar la ley electoral, hubo encarcelaciones y fusilamientos masivos y el bolchevismo regresó a la clandestinidad. La tierra no había sido conquistada por quienes la trabajaban, la jornada laboral de 8 horas no sedimentaría en las instituciones. Lenin comprendió que era momento de repliegue y trabajo en organizaciones ilegales, tratando de no perder el contacto directo con las masas. Mientras que los mencheviques lamentaban el excesivo belicismo de los años anteriores, Uliánov mantenía que 1905 había puesto de manifiesto que sólo la lucha conjunta y armada del proletariado y el campesinado conseguiría la destrucción de la corona, y que tarde o temprano volverían los momentos de excepcionalidad y de auge revolucionario.

En la década de 1910, comenzaba a percibirse cierto avivamiento en la vida política. Volvían las huelgas y cada vez más gente se interesaba por el POSDR. En 1912 se celebraría la Conferencia de Praga, de la que nacería un nuevo periódico: Pravda (Verdad). Financiado por obreros y grupos armados bolcheviques, el diario fue clausurado hasta en 8 ocasiones y confiscado en otras 41, pero la censura nunca pudo liquidar completamente su edición. Desde Polonia, Lenin escribió casi tres centenares de artículos, y también utilizaba la maquinaria del periódico como medio de comunicación clandestina en el seno POSDR, haciendo llegar las directrices del Comité Central a los diputados de la Duma de Estado en San Petersburgo. Pravda terminaría siendo el periódico oficial del PCUS durante los 73 años de vida de la Unión Soviética.

De izquierda a derecha: Stalin, Lenin y Kalinin
Cae el zar
En 1914, la Rusia de Romanov se aliaría con Inglaterra y Francia en la Primera Guerra Mundial. Lenin siempre criticó las cínicas declaraciones de otros partidos socialdemócratas sobre la inevitabilidad de la guerra, así como los apoyos chovinistas a sus homólogos burgueses en sus respectivos Estados durante el conflicto. Esta traición al internacionalismo por parte de esos partidos en Francia, Inglaterra, Bélgica y Alemania hicieron que Lenin dejara de considerarse socialdemócrata para empezar a llamarse comunista. Sólo el Partido Bolchevique se manifestaría contra el Gobierno zarista y su papel en la guerra en la Duma de Estado. Sobre ello, Uliánov escribiría desde Suiza La consigna de los Estados Unidos de Europa (1915) y El Imperialismo: fase superior del capitalismo (1916). En la capital helvética, se mantenía en el exilio con su esposa Krupskaya, donde llevaban una vida austera sin dedicar una considerable cantidad de dinero a otra cosa que a la lectura.

En febrero de 1917 nace la revolución que finalmente derrocaría a los Romanov. Una vez más, Lenin vivía un momento decisivo en la historia de su país desde el banquillo del exilio, pero ya no había ningún motivo para no regresar. Mientras Plejanov y militantes mencheviques en la clandestinidad pudieron volver por Francia e Inglaterra -países aliados con Rusia en la Entente de la Primera Guerra Mundial-, Lenin tuvo que atravesar Alemania, que gustosamente accedió a permitir su vuelta a casa en busca de una agitación que perjudicara la estabilidad de rival oriental en la Gran Guerra. Nada más llegar a Petrogrado, formularía sus célebres Tesis de abril (1917), en las que alertaba que la revolución de febrero era democrático-burguesa, y que todavía era necesario un salto cualitativo para poder empezar a construir el socialismo. El poder estaba ahora en manos del Gobierno provisional de Kerensky y la pequeña y gran burguesía, mientras que el proletariado contaba con un contrapoder encarnado en los Soviets de Diputados Obreros y Soldados y una Guardia Roja. Lenin no confiaba en las falsas promesas del Gobierno provisional, pero entendía que no era el momento de su derroque, debido a la minoría del Partido Bolchevique en los Soviets. El “no” firme a la guerra, frente al traidor apoyo menchevique, era crucial para dar un salto en la conciencia de los sectores subalternos. En las Tesis, también se propuso cambiar el nombre del POSDR para bautizar definitivamente al Partido Comunista.

Todo el poder a los Soviets
En junio, todavía con una minoría clara bolchevique (100 frente a 700 mencheviques, eseristas y social-revolucionarios), se produce una disyuntiva crucial en el Soviet: avanzar o retroceder. Los mencheviques persistían en un conformismo con la burguesía ante la ausencia de un Partido lo suficientemente maduro para asumir la totalidad del poder en un momento de clara crisis política. Las manifestaciones por el fin de la guerra y contra el Gobierno Provisional son ya masivas, y la legendaria consigna “¡Todo el poder para los soviets!” es ya unánime. Los mencheviques consienten que se implante desde Petrogrado el estado de sitio y se destruye la redacción de Pravda. Las autoridades arrestan a Lenin, que pretende utilizar su detención con fines propagandísticos, pero tras las advertencias de su esposa y del Comité Central del Partido Bolchevique de la innegable posibilidad de perder la vida termina optando por la no comparecencia ante los tribunales. Más adelante se produce el intento de golpe de Estado del general Lavr Kornílov. Desde las afueras de la capital, Lenin concluye en su escrito La crisis ha madurado que el triunfo de la revolución es ya inminente, debido al apoyo a los Soviets de las clases populares y de los soldados y las disidencias en la Flota del Báltico respecto al Gobierno provisional. El 7 de octubre (20 en el calendario gregoriano) regresa a Petrogrado con el objetivo de la toma de poder.

Sin embargo, la resolución del Comité Central será publicitada por miembros de indudable enjundia como Kámenev y Zinóviev, lo cual provoca que el Ejército de Petrogrado pueda preparar su defensa. Se presentan cadetes en la imprenta de los periódicos bolcheviques, pero la Guardia Roja impide su clausura. Lenin se dirige a Smolny, donde le espera el Comité Central, con un precio fijado a su cabeza. A pesar de ser interrumpido por cadetes en más de una ocasión, consigue pasar a conformar la principal autoridad de la lucha. En las siguientes horas, se toman las principales comunicaciones, el Banco del Estado, las estaciones de ferrocarril y, por supuesto, el Palacio de Invierno. Cae el Gobierno y se proclama la señora de todas las Revoluciones. El poder pertenece ya a los Soviets de Diputados Obreros y Soldados de Petrogrado, extendiéndose al resto de ciudades durante la siguiente noche bajo órdenes del II Congreso de los Soviets de Rusia.

Lenin junto a su esposa, Nadezhda Krúpskaya
Primeras conquistas antes de la siembra

Como principal líder del nuevo Estado soviético, Lenin no tarda en firmar un Decreto sobre la Paz y otro sobre la Tierra. Aún sin poder aplicar totalmente el programa bolchevique, lo esencial -decía Uliánov- es que el campesinado sienta la seguridad de que habían dejado de existir los terratenientes. Pocas horas bastan a los Soviets para materializar conquistas sociales más importantes que las conseguidas en meses de cínico y cobarde Gobierno provisional. Se crea el Consejo de Comisarios del Pueblo, siendo Lenin presidente. Se consigue la jornada laboral de 8 horas, se nacionalizan los bancos y las grandes empresas y se proclama la igualdad entre las más de cien nacionalidades de toda Rusia. Ante la necesidad imperiosa de una tregua que empezara a garantizar el final definitivo de la Primera Guerra Mundial, se firma la paz con Alemania en condiciones claramente desfavorables para Rusia.

No obstante, y al igual que toda clase desposeía de sus privilegios históricos, la burguesía y los kulaks no dudan en conspirar contra el naciente poder soviético. Con ayuda del capital inglés, francés, americano y japonés -y el apoyo de eseristas y mencheviques que se lanzan a la huelga, saboteando al nuevo Gobierno-, comienzan una sangrienta guerra civil de más de cinco años que cuesta la muerte de más de diez millones de personas. En uno de los mítines en los que Lenin arengaba a las masas hacia la defensa del Estado que estaba empezando a mejorar sus vidas, es alcanzado por balas envenenadas de eseristas. Si bien su vida corre serio peligro, rápidamente se reincorpora a la actividad política leyendo los partes militares y trabajando en el Comité Central del Partido. Finalmente, y gracias sobre todo a la honrosa lucha del Ejército Rojo, el pueblo ruso sale victorioso de la guerra civil en 1923, pero la luz de Lenin está ya cerca de consumirse por completo. Instalado en Gorki -ciudad cercana a Moscú- por consejo médico, sigue estudiando, leyendo y pronunciando discursos. En diciembre de 1922, exige poder seguir trabajando en su diario, a pesar de que los médicos no paran de recomendarle descanso absoluto. “Trabajar significa vivir. Para él, la inactividad es la muerte”, atestigua uno de sus doctores. En sus últimos esbozos sobre las tareas del gobierno soviético en su construcción del socialismo, Lenin insiste en la obligatoriedad de la industrialización para garantizar la defensa sobre injerencias externas y la erradicación del analfabetismo. La tarde del 21 de enero de 1924 Lenin entra en coma y muere a los 53 años. 

Stalin se encargaría de suceder al padre de la Revolución al mando del timonel soviético hasta 1953 en detrimento de Trotsky, pero eso es ya otra historia. Dicen que los gobernantes soviéticos encargaron extirpar el cerebro de Vladimir Uliánov en busca de una explicación biológica de su genialidad. Tras toda una vida dedicada al triunfo de los desposeídos, al derrocamiento de los explotadores, apenas tuvo tiempo de dirigir la Revolución que más ha aterrorizado al opulento poder del capital. Podrán quitar sus estatuas y vilipendiar su recuerdo, pero su ejemplo, su figura y su obra continúan y continuarán sirviendo de formación e inspiración a millones de comunistas de todo el globo.

miércoles, 1 de noviembre de 2017

Lenin. Por qué nos sirve todavía


"Las tareas de la juventud en general y de las Uniones de Juventudes Comunistas y otras organizaciones en particular, podrían definirse en una sola palabra: aprender"
Vladimir Ilich Uliánov, Lenin (Tareas de las Juventudes Comunistas, 1920)

Leer a Lenin puede resultar realmente entretenido, pues es relativamente accesible para ser marxista y asombrosamente fresco para ser más que centenario. Además, su incombustible fervor por adentrarse en retóricas lides con mencheviques, social-revolucionarios, anarquistas y reformistas varios, sin perder ni el respeto personal ni la intención de rehuir la confrontación de ideas y proyectos con camaradas y no tan camaradas, otorga a sus textos una indiscutible carga libidinal. Dicho esto, también es tarea complicada tratar de estructurar el pensamiento político de un hombre que llevaba hasta el extremo el principio de establecer el “análisis concreto de la situación concreta”. Leyéndolo en distintas épocas, puede parecer que el dirigente ruso defendía una cosa y su contraria, ya que su máxima fue siempre buscar la manera de hacer prosperar la revolución.

En Un libro rojo para Lenin, Roque Dalton señala con acierto que “hay muchos Lenin”. En momentos de ferviente agitación, reivindicó todo el poder para los soviets. Cuando tocaba replegarse, pasó a la guerra de posiciones. Lenin dedicó una vida entera a la revolución, sin más fórmula que la del cambio constante de táctica, utilizando herramientas legales e ilegales para la consecución del poder, fuera parlamentando en la Duma zarista o conspirando desde el exilio. No es posible encontrar en su obra una teoría metafísica válida para cualquier tiempo y lugar, ya que fue elaborando subcategorías al calor de la lucha de clases. Por ello, quizás la mejor forma de exponer su filosofía sea una diferenciada concatenación de temas, escritos y conceptos centrales de su obra, enriquecedor en múltiples facetas del trabajo con el que Marx y Engels empezaran a asentar esa herramienta para la revolución que es el pensamiento marxista.

Imperialismo, fase superior del capitalismo
En 1916, a tenor de una guerra de rapiña entre distintas potencias imperiales, ve la luz esta obra con la que Lenin iba a esbozar la idiosincrasia de una última –“última” porque en el ruso original el título del libro rezaba “fase suprema”, y no “superior”- etapa en el devenir del modo de producción capitalista. A principios de Siglo XX, se había empezado a percibir un nuevo panorama, superador del originario capitalismo mercantil de librecambio y del capitalismo industrial. Esta naciente fase vendría marcada por cuatro puntos que perfectamente podemos reconocer el statu quo de nuestro Orden Mundial cien años después:

En primer lugar, una tendencia hacia el monopolio, a través de los cárteles o acuerdos puntuales de compraventa entre grandes empresas con individualidad administrativa, que vieron su nacimiento en Alemania. Posteriormente, estas asociaciones adquirirían un nuevo nivel de concentración más profundo, basado en fusiones y absorciones conocidas como trusts. A principios del siglo pasado, cada vez eran menos las organizaciones que dominaban la producción de mercancías: la voluntad individual de los capitalistas y el hoy sacrosanto espíritu entrepeneur cedían progresivamente ante un nuevo régimen de propiedad más socializado. Aunque la apropiación continuaba siendo privada y burguesa, aunque seguía existiendo rivalidad entre grandes empresas, la producción global había pasado a ser social, lo que daba una pista de que el modo de producción económica podría estar avanzando de manera natural hacia formas más controladas y organizadas. Quizás pecando de un excesivo determinismo en su diagnóstico, Lenin entendía que el capitalismo estaba necesariamente “preñado” de socialismo, y que esta fase imperialista, pese a agudizar en un principio los niveles de desigualdad entre clases, estaría insinuándolo.

Otro rasgo de esta fase superior del capitalismo es la creación del capital financiero, al fusionarse el capital bancario y el industrial. Conviene no confundir los términos “bancario” y “financiero”, ya que mientras el primero representa las transacciones y el tráfico dinerario entre público y empresas, la emergencia del segundo supone un salto cualitativo en el dominio del poder de las finanzas sobre la economía productiva. Así, la exportación de capitales -tercer elemento- pasa a adquirir una mayor importancia respecto a la libre circulación de mercancías, lo cual facilita la entrada en los países subdesarrollados y su explotación por las grandes potencias económicas, políticas y militares. El capital se concentra y centraliza entre grandes conglomerados transnacionales cuya preponderancia trasciende lo económico y pasa a controlar el poder político (Estado, ejército y parlamento) que garantizará, mediante represión, favores, precios y monopolios regalados, rescates e incluso guerras, si es preciso, el cuarto rasgo distintivo de esta fase imperialista: el reparto del mundo entre las finanzas y las multinacionales.

Un siglo después, leer esta obra resulta sorprendentemente clarividente. Mientras Kautsky y otros socialdemócratas indicaban que el desarrollo de las fuerzas productivas había llevado a la posibilidad de un conglomerado político-económico único y global donde no habría crisis cíclicas, conflictos ni necesidad de procesos rupturistas con el viejo régimen, Lenin alertaba sobre la inevitabilidad de las guerras de rapiña dentro del capitalismo imperialista. Esta mirada internacionalista, este enfoque de interdependencia, no sólo continúa gozando de indiscutible frescura, sino que pone de manifiesto que el desarrollo desigual de los Estados es innegociable en el capitalismo, por lo cual es imposible que el socialismo triunfe simultáneamente en todos los países. De ahí la influencia histórica de esta obra en múltiples movimientos y pensadores de Asia, América Latina y el tercer mundo, que tuvieron que pensar y organizar sus respectivas revoluciones desde el lado pobre del mundo globalizado.


Lenin, ojeando el Pravda
El Estado y la revolución.
Lenin escribe esta accesible obra al calor del nacimiento de la Revolución Rusa y de las postrimerías de la Primera Guerra Mundial. En ella, analiza la teoría marxista básica del Estado a través de Engels y se enfrenta a las tergiversaciones de Kautsky y su séquito de la II Internacional, además de señalar los primeros obstáculos que se presentarían a la construcción del Estado soviético. La tesis principal que podemos substraer del texto es que el aparato estatal surge como una consecuencia inevitable de la existencia de clases con intereses antagónicos e irreconciliables. Hay Estado porque es necesario un ente situado por encima de la sociedad, que a su vez se aleja cada vez más de ella. En la interpretación de este último punto se produce uno de los cismas fundamentales entre las diversas corrientes de izquierda a principios de siglo pasado, una de las causas de la separación del movimiento comunista de la época y de la creación de la III Internacional. Donde los marxistas clásicos, liderados por Lenin, veían un instrumento de represión mediante el cual la clase económicamente dominante se convierte en la clase políticamente dominante -o, como decía Marx, el consejo de administración de los intereses de la burguesía-, la socialdemocracia percibía una herramienta mediante la cual los desposeídos podían liberarse, si no un órgano de conciliación entre clases.

Estas corrientes entendían que las instituciones públicas gozaban de un carácter dual y relacional entre opresores y oprimidos, por lo que estos últimos podían aspirar a la toma del poder mediante la negociación y la batalla de ideas. Lo que en términos gramscianos se conoce como “guerra de posiciones” puede parecer un justificado repliegue o la única salida posible en los países occidentales, con asentadas democracias burguesas y parlamentarias, pero no es lo que Lenin sentía como la vía a la revolución en una Rusia feudal, sin ningún atisbo de sociedad civil y con una clase dominante cuyo poder se cimentaba exclusivamente en la represión, sin ninguna necesidad de crear consenso. Para Lenin no hay parlamentarismo posible; de hecho, la república democrática no sería sino la “mejor envoltura política” posible para el capitalismo.

Este debate entre reforma o ruptura para la toma del poder estatal sigue gozando de rabiosa actualidad un siglo después. Autores posmarxistas como Laclau, Poulantzas, Chantal Mouffe, de indiscutible influencia en los partidos de izquierda contemporáneos, han continuado la senda reformista obviando la transformación política en detrimento de la disputa por los relatos y la construcción de sentido. La historia no parece darles la razón, ya que no se conoce revolución victoriosa que haya eludido la confrontación directa, y no sólo ideológica, con la burguesía. Transformar la sociedad exclusivamente desde la lucha parlamentaria sigue siendo utópico. Sin embargo, lo que hoy parece reinar en el discurso de los movimientos emancipadores es un pesimismo resignado a la simple gestión del capitalismo agarrotada por los sagrados límites del libre mercado y la sumisión a los EE.UU., la UE y la OTAN. Y si bien parece que no hay vía a la revolución a corto y medio plazo, convendría entender que esta derrota es más ideológica que política, y que esa perenne excusa para la inacción que es la “desfavorable correlación de fuerzas” nunca es irreversible. Es necesario analizar las particularidades de las democracias parlamentarias occidentales, pero sin eludir, como alertaba Manuel Sacristán a los eurocomunistas, la “reafirmación de la voluntad revolucionaria”, para que ese repliegue sea una legítima táctica a la espera de condiciones más favorables para una nueva ofensiva y no un síntoma de una irreversible involución hacia el reformismo.

Volviendo al pensador ruso, encontramos que, una vez tomado el poder, a la clase obrera se le presentan dos fases históricas hacia la consecución del ideal comunista: en primer lugar, la dictadura del proletariado, una etapa de destrucción del aparato estatal, conquista de los medios de producción y la represión sobre las viejas capas poseedoras, que nunca dejan de intentar recuperar sus privilegios. A continuación, una segunda etapa de progresiva extinción -y no destrucción, importante matiz- del Estado socialista, que pierde toda razón de ser al terminar la existencia de clases. Al no haber explotación del hombre por el hombre, al no haber grupos que vivan a costa del trabajo ajeno, el gobierno sobre las personas es sustituido por la simple administración de las cosas. Esta empresa sería evidentemente gradual, no inmediata, pero en El Estado y la revolución se siente un sincerísimo optimismo en Lenin respecto a la posibilidad de construir el socialismo con hombres y mujeres de la época. Con la organización de la economía nacional, inspectores y contables, la revolución podía darse a través de “funciones plenamente accesibles al nivel de desarrollo de los habitantes de las ciudades y perfectamente desempeñadas por obreros”. Esta confianza ciega en los sectores más subalternos de la sociedad simboliza a la perfección la pasión que profesaba Vladimir Ulianov por la democracia proletaria.

Partido y centralismo democrático
En una época en la que el adanismo político rinde culto a la horizontalidad y al pluralismo, donde la autoproclamada “nueva política” sentencia que todo ejercicio de poder está condenado a la burocratización, en la que décadas de propaganda han establecido con éxito un imaginario colectivo que equipara marxismo y totalitarismo, defender el centralismo democrático se presenta una empresa harto complicada. Sin embargo, conviene volver a estudiar lo que Lenin entendía como la mejor manera de organizar y dirigir un partido revolucionario, y la importancia que concedía aquél a este como vanguardia del proletariado. Para evitar lecturas interesadas y vagas del centralismo democrático que puedan llevarnos a concluir que éste peca de paternalismo y verticalismo, conviene concebir al Partido Comunista como un órgano de lucha y no de debate, como un instrumento mediante el cual las personas pasan a convertirse en células de una forma de organización superior con la que obtengan una mayor capacidad de negociación y constituir así un contrapoder que facilite la consecución de sus objetivos.

Una vez entendamos al partido como un ente de acción, entender los principales rasgos del centralismo democrático resulta más sencillo. Entre ellos, encontramos el carácter revocable de todos los puestos de responsabilidad política y la obligatoria rendición de cuentas de los elegidos ante los electores y superiores, un sistema de crítica y autocrítica dentro del partido, así como la subordinación de la minoría a la mayoría y de los órganos inferiores a los superiores. Esto último no exime a los sectores minoritarios del derecho a discernir ni a proponer distintas perspectivas respecto a la ideología y a la praxis del partido en el seno del mismo, pero es crucial que las decisiones elegidas se respeten de puertas para fuera. Según la concepción leninista, la publicidad de divisiones internas dentro del partido son síntoma de debilidad, no de pluralismo.

Marx y Engels sentaron las bases de un socialismo científico superador de las idealistas concepciones utópicas de los Fourier, Owen, Saint-Simon y demás pensadores surgidos de la Ilustración, que confiaban en que el poder de la razón garantizaría una armoniosa transición hacia la abolición de las clases sin conflicto entre estas. La grandeza de Lenin radica principalmente en haber enriquecido y materializado el socialismo científico a través del boceto que esboza sobre el papel del Partido como guía del proletariado hacia la revolución. El Partido conduce a las masas, pero no las reemplaza. De ahí el papel de la crítica y la comunicación de abajo a arriba y viceversa, de ahí la importancia de no caer en elitismos paternalistas. No obstante, el pensador soviético creía firmemente en la necesidad de que las militantes más adelantadas, con mayor iniciativa, capacidad de trabajo y formación política fueran quienes tomaran una posición preponderante. Lenin no ve al pueblo como un ente ignorante al que hay que explicar y teledirigir, pero tampoco cree en una horizontalidad absoluta con aversión al más mínimo vestigio de autoridad. La revolución es con las masas, pero siempre dirigida por una vanguardia formada y organizada.


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Lenin, en la Asamblea Constituyente Rusa 
Autodeterminación
Como ciudadano de un país de indiscutible diversidad nacional, Lenin nuca eludió la cuestión del derecho de los pueblos a la autodeterminación, que definía en última instancia como la “formación de un Estado propio”. Frente a Rosa Luxemburgo y otros pensadores marxistas que rechazaban los movimientos separatistas al considerarlos vicios pequeñoburgueses que despistaban la lucha de clases -postura no necesariamente muerta hoy en día, como ha venido a demostrar el conflicto catalán-, Lenin comprendía el derecho a la independencia como un equivalente a la libertad de separación y divorcio entre individuos.

En su escrito El derecho de las naciones a la autodeterminación¸ que, según cuentan, emocionó a Ho Chi Minh, el político ruso diferenciaba dos fases del capitalismo en torno al devenir de los movimientos nacionales: una primera época marcada por la caída del viejo orden feudal, en la que despertaron los movimientos de liberación nacional de masas, a los que se incorporó el campesinado; y una segunda etapa -en la que nos encontraríamos-, con una economía de mercado y una democracia burguesa ya consolidadas en los principales países europeos, donde el conflicto entre capital y trabajo habría alcanzado ya insostenibles cotas de antagonismo.

Rosa Luxemburgo y otros socialdemócratas europeos justificaban su rechazo a la autodeterminación alegando que la independencia nacional no soliviantaría los problemas nacidos de la dependencia económica de la fase imperialista. Lenin, sabedor de que la propia Rusia y otros grandes Estados también eran lánguidos lacayos del opulento poder financiero, no vacilaba en apoyar la lucha de las naciones oprimidas, incluso a través de alianzas tácticas -y no exentas de contradicciones- con sus respectivas burguesías.

Sin teoría revolucionaria, no hay práctica revolucionaria
Un chiste de Slavoj Zizek sitúa a Marx, Engels y Lenin ante una hipotética disyuntiva entre esposa y amante. Marx, como -cínico- defensor del matrimonio monógamo tradicional, elige a la primera, mientras que Engels, hijo de familia burguesa educado en costumbres más liberales, se decanta por los favores de una compañera extramatrimonial. Lenin, según la historia del filósofo esloveno, opta por quedarse con ambas, lo cual provoca el asombro de la audiencia, dado el carácter reaccionario del ruso respecto a la sexualidad. La explicación es que, mediante la bigamia, Lenin podría dedicarse enteramente al estudio, pudiendo decir a su mujer que está con la amante y viceversa.

Cuenta otra leyenda que, en medio de la Primera Guerra Mundial, el revolucionario ruso pasó prácticamente dos años encerrado en una biblioteca de Berna estudiando a Hegel. El resultado de su Resumen de la Lógica del padre de la dialéctica fue sustento de todas sus obras posteriores, pero lo realmente valioso de la anécdota es que simboliza, al igual que el chiste de Zizek, la innegociable importancia que Lenin otorgaba al estudio y a la formación. En un momento en el que el planeta volaba por los aires, en el que se presentaba la etapa imperial del capitalismo, en el que el movimiento marxista se enfrentaba a un cisma sin precedentes, había que leer y encontrar una nueva forma de interpretar el mundo. No obstante, como bien decía Marx en su Tesis 11 sobre Feuerbach, no basta con interpretar el mundo: se trata de transformarlo. Lenin era consciente de que había que aprender y estudiar, pero siempre con la condición de instrumentalizar ese conocimiento para la emancipación política, algo que parece haber obviado el marxismo posterior a la Segunda Guerra Mundial.

En Consideraciones sobre el marxismo occidental, Perry Anderson distingue la escuela clásica -en la que sitúa a Plejanov, Lenin, Luxemburgo, Bujarin, Trotsky…-; una segunda tradición que enlaza esa primera hornada con el llamado marxismo occidental, formada por Gramsci, Lukács y Karl Korsch; y, finalmente, una suerte de etapa posmarxista en la que la filosofía de la praxis se convierte definitivamente en un objeto de estudio académico abandonando toda voluntad rupturista, en la que podemos destacar a Adorno, Horkheimer, Marcuse o Althusser, entre otros. A partir de mediados del siglo pasado, el paradigma de revolucionario abandona la militancia para recalar en las universidades, escribiendo e impartiendo interesantísimas ponencias sobre cultura y hegemonía, pero con una incapacidad total para formar nada parecido a un contrapoder. Lenin y sus coetáne@s representaron lo contrario, el intelectual como dirigente político y viceversa, el estudio como sirviente del pueblo. De ahí la necesidad de entender e integrar en nuestro día a día esa simbiosis entre teoría y práctica que conforma, seguramente, la más majestuosa de todas las enseñanzas del soviético.



Un populista en Petrogrado
En un país copado de vociferantes y cuñadas tertulias politiqueras, siempre se utiliza el vocablo populista como un significante apto para el insulto, fácilmente relacionable con el término demagogo. Sin embargo, en se trata de una práctica discursiva inherente a toda sensibilidad política, basada en la construcción retórica y simbólica de un sujeto -un nosotros, comúnmente formado por sectores subalternos y ajenos al poder institucional- mediante una negatividad fundante -un ellos, casi siempre representado por élites y defensores y reproductores del orden existente-. Así, si hablamos de política, ser populista no es algo peyorativo: es inevitable. Cómo construyamos ese nosotros, a quién señale nuestro dedo para presentar el ellos, es lo que delatará el carácter reaccionario o progresista de nuestro discurso, pero esa intención de articular diferentes grupos sociales en un nuevo interés general va a estar allí en cualquier lado del espectro político. Un populista de izquierdas presentará su we the people mediante la impugnación de los poderes económicos y sus capataces políticos, mientras que un populista de derechas construirá su relato culpando de la crisis a los judíos, los inmigrantes, ETA o Venezuela.

Lenin comprendía como nadie que el populismo está presente per se en política, como un latinismo forzado en cualquiera de mis textos. Firme creyente de que, para una comunicación eficaz, lo importante “no es tener razón, sino tener razón en el momento oportuno”, compaginó un sofisticado estudio académico de las ciencias sociales con un estilo directo y accesible. Lenin escribía sobre materialismo histórico, economía marxista y empirocriticismo, pero fue el proclamar “Pan, paz y tierra” en un contexto de hambre, guerra mundial y urgencia de articulación de obreros y campesinos lo que convirtió su proyecto político en exitoso. En cuanto a la construcción del nosotros en el populismo leninista, ese sujeto político no puede ser otro que el proletariado y las capas más subalternas del campo. Como marxista clásico, Lenin sostiene que la opresión fundamental, que vertebra a todas las demás, es la de clase, que viene determinada por la posición objetiva del individuo respecto a los medios de producción.

Por otra parte, el de Lenin es un populismo antagonista, en el cual la política es en última instancia batalla por el poder entre colectivos con intereses irreconciliables y la resolución total del conflicto sólo es posible mediante la eliminación y derrota total del adversario político -en este caso, la burguesía explotadora-. En esto último, el discurso de Lenin difiere totalmente con el nuevo populismo de, por ejemplo, Chantal Mouffe, que vendría a ser agonista, entendiendo la política como la confrontación de ideas entre adversarios que reconocen al otro la legitimidad de su existencia en un marco -la democracia y el Estado de derecho- que, supuestamente, garantiza que las reglas del juego se vayan a cumplir sin injerencias autoritarias y arbitrarias.

Como conclusión a este apasionante viaje por la vida y obra de una de las mentes más importantes de la historia reciente, no cabe sino apelar al estudio de Lenin frente a los posters, las estatuas, los avatares de Twitter y los mausoleos. “¡Qué necesario es el rock n roll! ¡Qué prescindible el cuero!”, canta Fito para destacar la esencia sobre la apariencia, la autenticidad de una identidad frente al postureo. Mutatis mutandi, no se me ocurre mejor forma de expresar el mejor homenaje que los y las comunistas podamos hacer a ese prodigioso marxista cuyas ímprobas reflexiones todavía nos sirven para interpretar y transformar el mundo: rendir culto a sus escritos y a su ejemplo, no a su persona.