miércoles, 24 de junio de 2015

El tratamiento de la clase obrera en el cine

La primera película de la Historia: La salida de la fábrica de los Lumiére (1895)
1895 es una fecha que simboliza la época de máximo esplendor del liberalismo político y económico impulsor de la gozosa Europa de la Belle Epoque, en la que las burguesías nacionales se entretenían mediante la cultura para la élite, el desafío de retos contra la naturaleza e ideando nuevos adelantos tecnológicos. 1895 también eran tiempos de fragua y forja para el movimiento obrero mundial, que ya había empezado a organizarse en torno a sindicatos, partidos e incluso Organizaciones Internacionales de Trabajadores con el objetivo de mejorar las condiciones de vida del naciente proletariado industrial, que  saboreaba lo más amargo de la época. Fue el nacimiento del Séptimo Arte en ese año 1895 quien unió caprichosamente esa dualidad de la sociedad cuando los hermanos Lumieres filmaron a los obreros de su fábrica con su reciente invención, el cinematógrafo. Aunque los hermanos franceses sospechaban que aquel invento no tenía futuro, estaban dando inicio a la fábrica de sueños interminable que el cine sigue siendo todavía hoy.

Como bien destacaba Eloy de la Iglesia cuando explicaba el porqué de la rica tradición de cineastas vascos, el cine fue siempre el arte industrial por excelencia. Aunque el director de Zarautz se refería especialmente al proceso de producción casi fordista característico de la industria cinematográfica, la verdad es que el cine ha sido no sólo el arte de la época industrial, sino el mayor instrumento comunicativo del S.XX junto a la televisión y tal vez el que mejor ha construido imaginarios colectivos a nivel nacional y mundial. Contemplando la primera película de la Historia, uno podría llegar a pensar que la clase obrera, su nada casual protagonista, sería uno de los objetos más tratados en la historia del Séptimo Arte durante el S.XX.

Sin embargo, una breve reflexión nos permite deducir que esto no ha sido así. La clase obrera no ha sido el principal protagonista de la historia de cine, sino su gran consumidor. De hecho, algunos de los más grandes cineastas de la industria norteamericana, como Billy Wilder o Alfred Hitchcock, siempre tuvieron claro que el cine servía para entretener y hacer olvidar al espectador los malos momentos de su vida cotidiana. ¿Por qué fue así? ¿Cómo ha retratado el cine a la clase obrera? En esta entrada, se va a intentar ahondar en este rico y extenso tema escudriñando ciertas tradiciones cinematográficas según paises, deconstruyendo ciertos imaginarios y destacando grandes peliculas que tienen como protagonista a la clase obrera.

Estados Unidos, estetización del crimen organizado

La sal de la tierra, una película con clara conciencia obrera
Si ha habido un país capaz de usar el Séptimo Arte para construir su propio relato histórico y exportarlo a casi todo el mundo ése ha sido EEUU. Además, la industria cinematográfica estadounidense –principalmente radicada en Hollywood– ha sido también clave como generador de productos de ocio que entretengan al gran público. Por ello, resulta especialmente importante trazar algunas líneas que definan el trato de este cine a la clase obrera, aunque, debido a la inmensidad de la filmografía norteamericana, siempre será un ejercicio incompleto.

En Intolerancia (1916), el que ha sido considerado por muchos como el padre del cine D.W.Griffith narró un estupendo mural de cuatro historias distintas con el sello moralista que tan típico se haría en el cine estadounidense del S.XX. Una de las tramas del largometraje (en torno a tres horas) tiene como protagonista a un obrero falsamente acusado de asesinato durante una huelga. Es posible que Griffith optara por rodar Intolerancia para responder a las acusaciones de racismo que le había generado El nacimiento de una nación (1915), cuya escena final en la que el Ku Klux Klan salvaba a una mujer blanca raptada por un negro se interpretó como apología de la banda. A pesar de la desconcertante personalidad del director, es imposible no reconocer las aportaciones técnicas de Griffith en montaje, estructura narrativa y puesta en escena.

Otro de las primeras grandes figuras del cine fue Charles Chaplin. Nacido en una paupérrima familia de artistas de music-hall, y habiendo pasado una infancia llena de dificultades, el gran genio inglés irrumpió en Hollywood gracias al entrañable y evidente carisma de su personaje más repetido: el simpático  y cómico vagabundo Charlot. Chaplin, que acabó su vida en Suiza tras ser expulsado de EEUU bajo la acusación de comunismo durante la caza de brujas, siempre manifestó explícita o implícitamente una ideología de izquierdas muy asociada a la clase obrera y a sus sectores más pobres.

El chico (1921) o Tiempos modernos (1936) son dos de sus películas más representativas de esa sensibilidad. En la segunda, Chaplin realiza un desternillante y severo retrato de la época fordista, cuyas consecuencias padece el protagonista –un pobre trabajador cualquiera– en forma de precariedad laboral, represión policial, pobreza o la simple apatía rutinaria que caracteriza el modo de producción fordista industrial. También es destacable el papel que designa Chaplin a la máquina como elemento no emancipador para la clase obrera en la famosa escena de la cadena de montaje.

Tiempos modernos, tiempos de incertidumbre para los humildes
John Ford, el narrador por excelencia de la historia de EEUU que siempre manifestó una cierta ambigüedad ideológica a lo largo de su trayectoria, realizó varios espléndidos retratos sobre la clase obrera. Uno de ellos es la adaptación de la novela de John Steinbeck Las uvas de la ira (1940) sobre las durísimas consecuencias que deparó en los pobres la Gran Depresión de 1929. La historia trata las tristes peripecias de una familia de modestos granjeros de Oklahoma arruinados por la banca que se ven obligados a abandonar sus tierras y vagar por el país en busca de trabajo y sustento.

Henry Fonda como el inolvidable Tom en Las uvas de la ira

El film, que deja escenas de gran  emotividad, cuenta con un reparto de lujo encabezado por Henry Fonda como Tom, carismático protagonista de complejo transfondo personal cuya visión y conciencia evoluciona a lo largo de la historia, conmoviendo al espectador. El discurso final de Jane Darweel, que interpreta a la madre de familia, es un alegato de dignidad de los desheredados del mundo con un toque de orgulloso optimismo.

Ford se adentró también en el interior de una comunidad obrera más politizada en ¡Qué verde era mi valle! (1941), que se desarrolla en una familia minera de Gales del S.XIX apegada a la tradición de su oficio que se ve polarizada ante un recorte salarial. Mientras que el padre mantiene una postura conservadora, los menores del clan optarán por fórmulas de protesta más politizadas y organizadas bajo la lucha sindical. La película está dotada de una excelente fotografía y sensibilidad, como si Ford –de orgullosos orígenes irlandeses– quisiera rendir un homenaje a su isla a través de la también verde y apartada Gales. La obra se llevó el Óscar a mejor película por delante de Ciudadano Kane

John Ford nos adentra en una comunidad galesa con ¡Qué verde era mi valle!,

Hasta los años 50 el cine estadounidense siguió produciendo historias donde la clase trabajadora era la protagonista, como es el caso de La sal de la tierra (1954), dirigida por Herbert Biberman, uno de Los Diez de Hollywood. Los Diez de Hollywood era una lista compuesta por diez guionistas y directores acusados de pertenencia o relación con el Partido Comunista de EEUU. Esta acusación, enmarcada en los tiempos de la caza de brujas, fue vertida hacia algunos de los mejores guionistas, directores e incluso actores de la época perjudicando cuando no enterrando las carreras artísticas de muchos de ellos que rehusaron colaborar.

Tras la caza de brujas de los años 50 encabezada por el senador por Wisconsin, Joseph McCarthy, el cine norteamericano sobre las clase trabajadora concienciada decayó notablemente. Era tal la desfiguración ideológica a la que se había sometido a la industria, que una película como Espartaco (1960) fue calificada como comunista por algunos extremistas. De hecho, la nueva hornada de cineastas progresistas surgida a finales de los 60 estaban mucho más relacionados con la contracultura hippie de clase media, como son los casos de Dennis Hooper, Francis Ford Coppola, Peter Bogdanovich o Martin Scorsese. Sin embargo, hay algo en el cine Scorsese que es interesante analizar.

Aunque no se puede calificar al director de origen italiano como un autor proletario, su especial dedicación al mundo de los gangster y el lumpen nos retrotrae a la sempiterna fascinación que el cine americano ha sentido hacia los gánsteres y el crimen organizado. El cine de gánsteres es uno de los más trabajados y que mejores resultados ha dado en el cine estadounidense.

Ya desde los años 30, Hollywood produjo clásicos como El enémigo público (1931) o Los violentos años veinte (1939) en los que actores tan célebres como James Cagney, Edward G. Robinson o Humphrey Bogart labraron gran parte de sus carreras. Al igual que se ha hecho con las películas del oeste, los famosos western, el cine ha optado por obviar las historias de los trabajadores mientras estetizaban, e incluso glamourizaban, las andanzas del sector lumpen. Los bandidos del salvaje oeste o los contrabandistas de la Ley Seca han sido mil veces representados en el cine, pero no es nada habitual ver películas en las que la protagonista sea una lucha sindical.

Esta marginación de la clase obrera ha sido impuesta con gran éxito por parte del cine de masas. El propio imaginario de la sociedad siente atracción hacia las andanzas de criminales y mafiosos mientras que parece aburrirse ante historias con protagonista colectivo. Se opta por mostrar historias individualistas a contar hitos de un grupo más amplio que luche por el bien común. Hay notables excepciones a esta práctica, tal y como veremos más adelante al hablar de otros países.

Scorsese reconstruye las calles del New York lumpen en la época de la Guerra de Secesión
Volviendo a Scorsese, hay que recordar que sus primeras obras están rodadas al ras de las calles y versan sobre personajes atrapados en la pobreza. Es el caso de Boxcar Bertha (1972), ambientada en la Gran Depresión y que narra una historia similar a la de Bonnie and Clyde (1967) pero dotada de menos glamour. Ya en Malas calles (1973), Scorsese se acercará al mundo urbano y de barrio que siempre dominó, tal y como muestra un breve vistazo a su filmografía: Taxi driver (1976), Toro salvaje (1980) o Uno de los nuestros (1990). 

Quizá su película más interesante para analizar sea la monumental Gangs of New York (2002), una película fallida en alguno aspectos pero que expone perfectamente la crudeza con la que se forjó Estados Unidos, especialmente en los entornos urbanos, saturados de inmigrantes que no tienen más remedio que optar por el robo y el crimen. No tienen más remedio que hacerse lúmpenes que sobreviven como pueden en la inmensa New York.
"En el Bronx sólo existen dos caminos: el del dinero fácil y el del trabajo duro."
La convivencia entre obreros y lúmpenes –gansterés—está admirablemente reflejada en Historias del Bronx (1993), el debut de Robert de Niro tras las cámaras en la que el actor, visiblemente influenciado por su director fetiche Scorsese, recrea la historia de un joven que vive en una fuerte contradicción al tener como referentes a su padre –un chofer de autobús interpretado por De Niro— y un carismático líder mafioso del barrio –interpretado por el también guionista Chazz Palmintieri. “No hace falta valor para apretar un gatillo, sino para madrugar cada día y vivir de tu trabajo”, dice en un momento Robert de Niro, quien añade tintes autobiográficos al film cuando sitúa a una joven negra como novia de su hijo en la ficción.

España, obviando a la clase obrera

Tres jóvenes pasan su verano en un barrio obrero de Madrid en Barrio
Básicamente, en España no hay tradición de contar historias de obreros organizados haciendo huelgas salvajes para obtener la jornada de ocho horas o para que no tuvieran que trabajar los niños en las fábricas textiles. Y no es que España no haya dado algunos de los mejores cineastas de izquierdas de Europa como Buñuel, Berlanga o Bardem. pero por diferentes causas –la convivencia con el franquismo, la personalidad propia del autor— las muestras de películas sobre el tema que tratamos son puntuales. Un ejemplo de esta costumbre es el cine de la II República y la Guerra Civil.

Aunque hay una importante filmografía sobre esa época, muy pocas cintas ofrecen algo que se aleje de la corrección política y la desideologización tan típica de nuestro cine. El hecho de que un autor de talento y personalidad como Berlanga rodara La vaquilla (1985), una cinta sobre la contienda tan tópica como insípida, resulta un tanto triste. La descarnada película casi documental Sierra de Teruel (1939), del francés Malraux y el valenciano Max Aub, es uno de los mejores testimonios de cómo vivió el pueblo español esa guerra. Al igual que ha ocurrido en el campo de la historiografía, parece que el tema de la Guerra Civil está vetado para los artistas españoles, aplastados por la hegemónica visión derechista del conflicto. Ello nos ha obligado a recurrir a extranjeros –especialmente ingleses— como Ken Loach o Paul Preston para enterarnos de algunos pasajes de nuestra historia.

Por el contrario, sí que disponemos de muestras cinematográficas sobre los sectores más marginales del proletariado español. El más destacado de entre ellos es Eloy de la Iglesia, autor maldito que se mantuvo prácticamente inactivo en sus últimos veinte años de vida debido a problemas de drogadicción a la heroína. Antes de ese viaje al ostracismo, De la Iglesia había dirigido en torno a veinte películas desde finales de los 60 hasta 1986, cuando rodó La estanquera de Vallecas (1986), que puso la guinda a su ciclo de películas sobre el cine quinqui.

Militante del PCE desde mediados de los 60, el director vasco enfocó gran parte de su cine –sobre todo tras la muerte de Franco— desde la óptica de la sociología marxista. hacia la marginalidad y la homosexualidad. Entre otros trabajos de la época destacan: Los placeres ocultos (1977), El diputado (1978) o Miedo a salir de casa (1979), que sirven para comprender cuál era el pulso de la España del tardofranquismo y la Transición.

En 1980, De la Iglesia  aborda la que sería su última etapa cinematográfica dirigiendo películas del llamado cine quinqui, que retrataba las vidas de los jóvenes procedentes de barrios marginales –el chabolismo vertical del desarrollismo franquista  de los 60. Esta generación estuvo marcada por la marginalidad, el paro, la pobreza y la exclusión de los debates políticos que marcaron la España de finales de los 70 y los inicios de los 80.

Tres jóvenes pasan sus días en un barrio obrero de Madrid en Colegas
Además, la entrada en el país de las drogas –especialmente la heroína y más tarde la enfermedad del SIDA— marcó a miles de estos marginados sociales, que murieron en cantidades importantes a finales de los 80 y principios de los 90. El propio De la Iglesia trabajó con chavales de barrio que coqueteaban con la delincuencia a la vez que se adentraban en la droga. Con ellos realizó largos como Navajeros (1980), Colegas (1982), El pico (1983) y El pico 2 (1984), todas protagonizadas por José Luis Manzano, uno de los actores más representativos de aquel cine y quien falleció en 1992.

El cine crudo, trasgresor y marginal de Eloy de la Iglesia fue desdeñado por la cultura de la Transición aunque sus ecos todavía se escuchan en algunos cineastas de la actualidad. Probablemente el caso que viene antes a la mente es el del director Fernando León de Aranoa, que ha contribuido al retrato del subproleatriado en Barrio (1998), Los lunes al sol (2002) o Princesas (2005). En el caso de Barrio, que narra un verano en la vida de tres chavales con problemas familiares y pocas expectativas de futuro, el paralelismo con Colegas es evidente, aunque la película del director de Zarautz estuviese marcada por claves propias de su época.

Italia, un cine comprometido

Olmo Dalcó, luchando por los suyos durante medio siglo en Novecento
Italia, uno de los países europeos con mayor cultura política, ha dado algunas de las mejores muestras de cine político y social desde el final de la Segunda Guerra Mundial. La derrota del fascismo en gran parte gracias al esfuerzo de los partisanos y la poderosa presencia durante el resto de siglo del PCI ayudó a generar la más densa suma de apoyos artísticos e intelectuales en torno a la izquierda que se haya visto en Europa. En el campo del cine, pasatiempo y constructor de ideologías por excelencia del S.XX, fue donde los artistas transalpinos dieron lo mejor de sí como prueban las aportaciones de Pier Paolo Pasolini, Elio Petri, Micheangelo Antonioni, Bernardo Bertolucci, Roberto Rossellini, Vittorio de Sica, Gillo Pontecorvo, Luchino Visconti...

Para cuando acabó la guerra, en 1945, el cine italiano iba a empezar a cuajar el movimiento conocido como neorrealismo italiano, que centraba su atención en la cruda realidad que sufría la población italiana, especialmente sus clases humildes. Para ello, los cineastas reparan en la cotidianidad y en los detalles aparentemente irrisorios para dar mayor sensación de realismo a cada metro de celuloide. Además, las primeras películas están trufadas de un sano antifascismo. La trilogía de la guerra de Rossellini, el autor más influyente de aquella generación, compuesta por Roma, ciudad abierta (1945), Paisá (1946) y Alemania, año cero (1948) está rodada en las ruinas de ciudades que la guerra había sembrado en Italia y Alemania. Aunque todas ellas son excelentes y emotivas, quizá sea Roma, ciudad abierta  la más interesante de comentar.

La acción del film transcurre en la Roma ocupada por los nazis narrando la actividad de los obreros antifascistas organizados contra el invasor. Rossellini retrata a una clase obrera humilde y heroica, además de diseccionar los diferentes elementos que convivían en aquella sociedad como el papel del clero obrero, la dualidad alemán-italiano como la de rico-pobre o la creación del sentimiento partisano antifascista en las nuevas generaciones.

Roma, ciudad abierta, de Rossellini, homenaje al antifascismo italiano
El film contiene algunos fragmentos de notable belleza emotiva como la conversación que tiene en la escalera el humilde matrimonio protagonista acerca de su futuro, el cual se ve truncado por la represión fascista, o la mirada endurecida de una cuadrilla de niños antifascistas que marchan a Roma tras ver una ejecución. El cine de Rossellini mantuvo un importante componente social durante su carrera, aunque fuera matizándose y variando sus formas de expresión durante la trilogía de la soledad junto a su esposa Ingrid Bergman y más adelante.

Otro autor destacado en el trato al proletariado italiano fue Vittorio de Sica. Ladrón de bicicletas (1948) es uno de los mayores hitos del neorrealismo italiano porque en ella llega a desaparecer la noción de actor y personaje ya que los intérpretes fueron cogidos de la calle. La película narra las peripecias de un pobre hombre y su hijo golpeados sin piedad por un mundo apático al que son incapaces de adaptarse. El mensaje final es bastante pesimista al contemplar una sociedad deshumanizada, algo que se repetirá en Umberto D. (1952), en la que De Sica coloca de protagonista a un anciano en la ruina apegado a su perro y a la desamparada sirvienta embarazada que vive con él en su apartamento alquilado. La dramática historia parece conducir a la fatalidad aunque De Sica opta por un final emotivo pero no funesto.
Un caso aparte en el cine italiano es el de Pasolini, un artista que se inició en la dirección sin poseer ninguna noción ni experiencia por lo que su obra es original y difícil de calificar. Sin embargo, su acercamiento hacia el lumpenproletariado y la marginalidad –en un estilo similar a lo que comentábamos de Eloy de la Iglesia— y sus referencias literarias –Pasolini fue escritor antes que director— son su sello más inconfundible. Su asesinato en siniestras circunstancias y que aún no está esclarecido supuso un shock en la sociedad italiana ya que se produjo durante un ciclo político especialmente tenso y polarizado. El propio cine de Pasolini se había radicalizado también con Saló o los 120 días de Sodoma (1975).

Otros autores como Giussepe de Santis en Arroz Amargo (1949),  Luchino Visconti en La tierra tembla (1948), Federico Fellini, Gillo Pontecorvo o Elio Petri en La clase obrera va al paraíso (1971) dieron muchos de sus mejores esfuerzos a hacer cine sobre los desamparados, pero sería difícil encontrar a alguien que se hubiera volcado más que Bernardo Bertolucci. Influenciado por el neorrelismo italiano y las nuevas corrientes artísticas e intelectuales de los 60 como el propio Pasolini o Jean Luc-Godard, Bertolucci realizó una de las mayores superproducciones en la que la clase obrera es el innegable protagonista, Novecento (1976), un homenaje al comunismo italiano que luchó contra el fascismo hasta vencerlo en 1945.

Con un reparto de lujo –Robert de Niro, Gerard Depardieu, Donald Sutherland...—, Novecento muestra sin complejos a una clase obrera  que se conciencia, se organiza, es derrotada por la burguesía fascista, se repliega y resurge de sus cenizas en plena contienda mundial. Todo ello en un marco social y cultural minuciosamente construido en donde se repasa las vicisitudes del proletariado. Un fresco ineludible para cualquier militante por lo aleccionador y motivador que supone.

Francia, cine nacional y vanguardia

Germinal, una lección de Historia en imágenes
La industria cinematográfica nacional ha sido uno de los niños mimados de la cultura gala durante todo el S.XX por lo que es difícil resumir las aportaciones del país a la historia del celuloide. Ya en los 30, durante la experiencia de gobierno frentepopulista, el Estado francés se aseguró de contar al pueblo francés lo que estaba aconteciendo en el país. En dicha tarea, destacó sobre todos los demás Jean Renoir, una figura que sería realzada posteriormente por la Nouvelle Vague y que dejó varias piezas de cine comprometido socialmente más que interesantes.

El crimen de Monsieur Lange (1935), en la que Renoir explica a través del lenguaje del cine el funcionamiento y naturaleza de una cooperativa; La Marsellesa (1938), que sería muy influyente en el neorrealismo italiano; La regla del juego (1939), un retrato descarnado casi buñuelesco de la burguesía de la época, son muestras evidentes de la audacia cinematográfica y política de Renoir, que vio con horror el ascenso de Hitler, que acabaría forzándole a marcharse a Estados Unidos.

Jean Renoir nos explica qué es una cooperativa en El crimen de Monsieur Lange
De la época de Renoir es también la corta carrera de Jean Vigo, fallecido en 1934 con 29 años. Vigo, hijo de un anarquista español que se suicidó en la cárcel, pasó varios años de su juventud en un reformatorio. Esta experiencia le sirvió para rodar Cero en conducta (1933), una oda a la rebelión juvenil que estuvo prohibida en Francia hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. También destaca su opera prima A propos de Nice (1930), un corto mudo donde expone la dureza de las desigualdades sociales. Tanto Vigo como Renoir influyeron a la siguiente generación de cineastas franceses, la vanguardista Nouvelle Vague.

La Nouvelle Vague fue un movimiento artístico que  basó su popularidad en la inmensa capacidad de sus cineastas para innovar en el lenguaje cinematográfico. La mayor parte de sus protagonistas –como Jean Luc Godard, Francois Truffaut o Claude Chabrol— habían demostrado poseer un abrumador conocimiento del cine en las páginas de la mítica Cahiers du cinemá, revista fundada por el inflyente crítico André Bazin en 1951. La revista admiró el neorrealismo italiano y forjó en su fogón creativo a esta oleada de talento superlativo. Aunque los personajes de películas como Al final de la escapada (1960) de Godard  o Los 400 golpes (1959) de Truffaut no responden al perfil clásico de clase obrera ya que son personas aisladas de la sociedad con tendencia a la marginalidad, la crítica a la institucionalidad burguesa es evidente en esas obras.

Una película imposible de obviar en este post es Germinal (1993), un film que se asemeja al Novecento de Bertolucci ya que fue una superproducción basada en la novela de Zola que atrajo muchos recursos e ilusiones a nivel nacional –es la película más cara de la historia del país. Además, el estreno de la película, dirigida con oficio por Claude Berri, coincidió con las negociaciones del Acuerdo General sobre Comercio y Aranceles con el que Estados Unidos pretendía adueñarse del mercado europeo extendiendo la lógica del libre comercio a la industria audiovisual. 

El largometraje retrata a lo largo de tres horas las condiciones de vida míseras en las que vivían los obreros de las minas de carbón del norte de Francia de finales del SXIX a la vez que explica cómo se organiza y se radicaliza el movimiento obrero en dos corrientes diferentes: el anarquismo y el socialismo. Una que rechaza cualquier colaboración con el poder y propugna la acción directa mientras que la segunda opta por una estrategia más gradual en la que la violencia no es bienvenida. Para ahondar en el paralelismo con Novecento, cabe añadir que uno de sus protagonistas es Gerard Depardieu.

Unión Soviética: el protagonista colectivo

La armada se acaba poniendo del lado del pueblo en El acorazado Potemkin
Con la consolidación de la Revolución Rusa a partir de 1917, el país soviético fomentó como quizá nunca se haya hecho en la historia las distintas formas de arte. De ahí surgió una de las vanguardias más creativas  y talentosas que se hayan visto con nombres como el dominador de todas las artes Vladimir Mayakovski, pintores como Kandinski o Chagall, arquitectos como Konstantin  Melnikov o compositores como Aleksandr  Molosov o Serguei Prokofiev. Sin embargo, fue el cine la disciplina en la que más profundizaron a la hora de retratar a la nueva sociedad que nacía.

Cineastas como Dziga Vertov, el promotor del cine-ojo que produjo documentales sobre la recién nacida URSS a petición de Lenin; Lev Kuleshov, que tanto aportó a la teoría del montaje con el famoso “efecto Kuleshov”; Alexander Dovjenko, que retrató con mano maestra a su amada Ucrania desde el punto de vista de los campesinos pobres en Tierra (1930); Vsevolod Pudovkin, autor que supo contar historias colectivas añadiendo tintes de historias personales a epopeyas como la Revolución de 1905 en La madre (1926); el más genial y audaz de entre todos ellos, Serguei Eisenstein, que llevó a su máxima expresión aquello del protagonista colectivo en La huelga (1924), El acorazado Potemkin (1925) u Octubre (1928).

Eisentein nació en una familia judía bastante acomodada en Riga, lo que le permitió poseer una vastísima cultura en todas las artes posibles, especialmente la escultura, la pintura y la literatura. Al llegar la Revolución, Eisenstein  se sintió atraído hacia lo que aquel remolino social podía deparar en el campo de las artes. Así, dejó su carrera de ingeniero e ingresó a trabajar en el teatro del Proletkut –institución obrera que fomentaba la participación de esa clase en diversas actividades culturales. En 1924, pudo dirigir La huelga, que le catapultó a la primera línea de la vanguardia soviética. 

La huelga, primera demostración del talento de Eisenstein
Eisenstein, que siempre subrayó la influencia de D.W.Griffith en él y el resto de cineastas soviético, fue un auténtico revolucionario del montaje, tal y como demostró con maestría en sus primera obras, especialmente en El acorazado Potemkin y Octubre, que narraban acciones heroicas del pueblo ruso-soviético en las revoluciones de 1905 y 1917. Escenas como la matanza en las escaleras de Odessa en la primera película o la represión zarista de una manifestación pre-revolucionaria en la segunda dan muestran de la espectacularidad y la velocidad con la que pasan las imágenes ante los ojos de un espectador que no puede mantenerse neutral ante el conflicto.

La Revolución de 1917 en lenguaje fílmico en Octubre, de Eisentein
Otro de los rasgos fundamentales del cine soviético es el protagonista colectivo. Son películas atípicas a ojos del espectador occidental del SXXI, acostumbrado a héroes individuales que salvan el mundo con poderes sobrenaturales o acciones inverosímiles. En las obras de Dovjenko, Eisenstein o Pudovkin, basadas casi siempre en hechos históricos, el pueblo organizado y concienciado cambia y revoluciona la sociedad mediante la acción conjunta. Fue Pudovkin quien supo mezclar historias individuales en contextos colectivos con mayor sensibilidad, sobre todo en la notable adaptación de la novela homónima de Máximo Gorki La madre, desarrollada en la Revolución de 1905, que narra la evolución ideológica de un joven durante la revolución ante la mirada preocupada y angustiada de la madre.

Pudovkin profundiza sobre los sentimientos humanos en tiempos convulsos con La madre
Desgraciadamente, este esplendor artístico sufrió iniciados los años 30 la represión cultural del estalinismo, que tachó de izquierdista muchas de estas expresiones vanguardistas mientras abogaba por otras más sencillas, como el realismo soviético de los años 30. Algunos de los artistas tuvieron que marcharse del país, aunque la mayoría permanecieron realizando obras que, aunque notables, carecían de los elementos creativos que habían fascinado al mundo cinematográfico en los 20.

Alemania: el retrato de Fassbinder sobre la sulbalternidad
De entre todo el cine alemán, vamos a repasar brevemente la aportación del nuevo cine alemán y de su director más audaz, Rainer Werner Fassbinder. Fassbinder se caracterizó por combinar gran diversidad de estilos y temas, aunque siempre afrontó sus obras desde una clara posición de izquierdas. Especialmente sensible con los sectores más subalternos de la sociedad –los inmigrantes, las mujeres, los homosexuales, el lumpen— , también contó en el cine lo que tenía lugar en la turbulenta situación política alemana de los 70, como la aparición de la banda armada Fracción del Ejército Rojo, en películas como La tercera generación (1978) o Alemania en otoño (1977).

De entre todas sus obras, Todos nos llamamos Alí (1973) es una de las más emblemáticas al narrar la historia de amor entre una obrera sesentona viuda y un joven obrero inmigrante marroquí. La relación será reprobada por todos los que les rodean: vecinos, compañeros de trabajo, los hijos de ella... La película sitúa a los protagonistas en la más absoluta subalternidad mientras demuestra cómo el racismo prevalece aún en la sociedad alemana, no solo en cuanto al trato hacia los árabes sino en las referencias que la señora cuenta sobre su marido fallecido, de origen polaco y que también fue discriminado en vida.

Un inmigrante y una viuda, la angustiosa subalternidad en Todos nos llamamos Alí
Fassbinder también introduce el papel de una emigrante yugoslava que trabaja con la protagonista limpiando pisos para confirmar la tendencia de la sociedad alemana de usar a los más débiles como clase subalterna. Así, la cinta concluye con un mensaje bastante pesimista y angustioso aunque no carece de belleza y sensibilidad. La estética de la película es extremadamente austera asemejándose al escenario de una obra de teatro, sensación reforzada por la concreción de los diálogos y escenas. Todas ellas trasmiten una idea, un mensaje, un crítica. Todas son afiladas, marca de la casa de Fassbinder, que influyó profundamente en el mencionado Eloy de la Iglesia.

Gran Bretaña: una rica tradición obrerista que aún resiste

Obreros en huelga contra el gobierno tory de Thatcher, un leitmotiv típico del cine británico
La fuerte implantación de una clase obrera organizada y orgullosa desde finales del SXIX ha dado en Gran Bretaña muchas muestras de una cultura propia que llegó a ser casi hegemónica en el resto de la sociedad. Por ejemplo, muchos de los grupos pop que como The Beatles u Oasis han dominado el mercado de ventas durante años y se han alzado como iconos nacionales y mundiales tienen su origen en la clase trabajadora.

Durante años, antes de la llegada del neoliberalismo, muchas series y películas tenían como protagonistas a personas de la clase obrera tradicional. Sin embargo, en las últimas décadas ha variado el tipo de personaje: de proletarios orgullosos y respetados se ha ido derivando hacia  estereotipos más degradados –como los chavs de los que habla Owen Jones en su libro Chavs, la demonización de la clase obrera– en series como Shameless o Little Britain.

El cine, y también la música, más militante que se ha hecho en GB en las últimas décadas vino dado de una derrota dolorosa, la que sufrió la clase obrera en los 80 ante el neoliberalismo de Thatcher. Sobre las luchas mineras de aquellos días se han hecho numerosas películas. Aquí se comentaran tres principales muy diferentes: Billy Elliot (2000), Tocando el viento (1997) y Pride (2014).

Billy Elliot cuenta la historia de un niño de clase obrera cuyos padre y hermano mayor son mineros del norte de Inglaterra en huelga contra el gobierno de Thatcher. La particularidad del pequeño Billy es que empieza a tomar clases de ballet a espaldas de su padre, un hombre de apariencia tosca y entristecida por la muerte de su esposa y que representa los valores tradicionales de la clase obrera. El hermano mayor, el temperamental Tony, representa un ala más radicalizada de la militancia con una carga más impulsiva debido a su joven edad. 
Los personajes, las interpretaciones, lo bien construida que está la típica comunidad obrera del norte de Inglaterra y el desarrollo de la historia la hacen una película tan emotiva como edificante. Además de las famosas escenas de baile del pequeño Billy, son destacadas las numerosas referencias directas al conflicto: la tensión con la policía, los esquiroles, el pesimismo que reina en la lucha a medida que transcurre, la desgarradora contradicción del padre cuando, decidido a pagar una cara academia de baile para su hijo, amaga con regresar a la mina. Una lluvia de simbolismos fácilmente identificables para cualquier conocedor del conflicto y de la historia reciente de GB.

Tocando el viento se sitúa en una comunidad minera similar a la de Billy Elliot aunque narra más la resaca de la lucha contra Thatcher a principios de los 90, en vez de la lucha en su máximo punto de tensión a mediados de los 80. De hecho, a lo largo del film hay numerosas referencias a los días más combativos: los reproches mutuos de los mineros sobre su actitud en el conflicto, la esposa que ha perdido el deseo hacia el obrero derrotado y resignado en el que se ha convertido su marido minero... El hilo argumental gira en torno a la banda de música de los mineros, amenazada con desaparecer si finalmente se cierra uno de las últimos yacimientos que quedan en la comarca.

Tocando el viento, la música como nexo de la comunidad cuando llega el paro
La película, dirigida por Mark Herman al frente de un reparto de nivel, contiene elementos tragicómicos que tratan de rebajar la carga de dureza que tiene ver a tantos trabajadores al borde del paro y desesperación. La escena en la que uno de los protagonistas ha de recurrir a su vestido de payaso, su oficio de emergencia ante la escasez de recursos económicos, para “amenizar” una clase de catequesis es la mejor muestra de ese humor ácido hilarante que contiene el film.

Pride, una película muy reciente basada en una historia real, aborda el conflicto desde una perspectiva nueva cuando una organización de gays y lesbianas deciden apoyar la huelga de los mineros de 1984. Ante la negativa del tradicional Sindicato Nacional de Mineros de aceptar dicho apoyo preocupados por la repercusión negativa que podría traer consigo, la organización opta por apoyar a una comunidad minera de Gales, lo que dará lugar a una curiosa alianza en la que una comunidad de obreros del carbón marcada por los valores tradicionales aprenderá a aceptar a los homosexuales procedentes de entornos urbanos más modernizados.

Homosexuales y mineros contra el Thatcherismo en Pride
Caso aparte merece la aportación cinematográfica de Ken Loach, que resume a la perfección la actitud de muchos cineastas ingleses hacia la clase obrera. En el caso de Loach, es particularmente notable su excesiva idealización de la clase trabajadora, aparentemente carente de maldad y representante siempre de una moral impecable. La militancia trotskista de Loach queda patente en la muy comentada dentro de la izquierda Tierra y libertad (1995), basada en Homenaje a Cataluña del igual de polémico George Orwell. Tierra y libertad es una de las pocas películas que trata la Guerra Civil española desde la perspectiva de quienes –anarquistas y militantes del POUM, principalmente— optaron por hacer la revolución en el frente de Aragón en plena guerra contra las potencias fascistas.

A pesar de que la ideología de Loach deforma de manera importante la historia caricaturizando el mando único de la República como si de una panda de estalinistas se tratara, el film es interesante porque narra escenas tan desconocidas como el reparto de tierra entre los campesinos pobres que se realizó durante aquella revolución. Es, en definitiva, la película más obrerista sobre la Guerra Civil, por lo que conviene conocerla.

El cine de Loach está centrado casi exclusivamente en la clase obrera por lo que cualquiera de sus obras podría ser analizada en un post como éste. Muy recomendable es El viento que agita la cebada (2006), que narra el proceso de independencia irlandesa tras la Primera Guerra Mundial desde la perspectiva del IRA y de las diversas vías que habitan en la lucha. Loach, claro está, toma  partido por la vertiente obrerista más de izquierda que no se conforma con la simple independencia de la isla. También es destacable la descripción que hace del IRA como movimiento de liberación nacional con una fuerte implantación en la sociedad civil, algo similar a lo que hace Gillo Pontecorvo en La batalla de Argel (1966) con el FLN argelino.

Diferentes conceptos sobre la liberación nacional en El viento que agita la cebada
Otras cintas recomendables de Loach son: Lloviendo piedras (1993), que cuenta las vivencias de una familia católica ante las dificultades económicas que le afectan; En un mundo feliz (2007), que profundiza en las consecuencias de la precariedad laboral; la trilogía de Glasgow compuesta por Mi nombre es Joe (1998), Solo un beso (2004) y Felices dieciséis (2002); o la reciente El espíritu del 48 (2013), documental que recuerda la construcción del estado de bienestar en Gran Bretaña tras la Segunda Guerra Mundial y el auge del laborismo. El de Loach es un cine interesante y de estétia realista, aunque peca de exceso de paternalismo hacia la clase obrera, característica común al cine de las islas británicas.

Loach explica la construcción del estado social en El espíritu del 45

Japón: el papel de la mujer en Mizoguchi

Mujeres de la noche.La mujer en el cine de Mizoguchi
El primer cine japonés estuvo muy ligado a la historia y a las tradiciones del país, aunque la mirada sobre ese pasado no sea siempre de compresión y sí de crítica. Por ello, encontramos interesante exponer brevemente la aportación de cineastas progresistas al reconocimiento del sufrimiento de la mujer en una sociedad marcada por el patriarcado y el machismo. De entre los primeros tres grandes maestros del cine nipón, Akira Kurosawa, Yasujiro Ozu y Kenji Mizoguchi, vamos a quedarnos con este último, el más tradicionalista por estética y argumentos, pero el más izquierdista de ellos en ideología.

De entrada, hay que destacar que el cine de Mizoguchi posee una belleza poética del paisaje japonés muy poderosa. Cuesta pensar qué hubiera sido capaz de fotografiar de contar con los mejores recursos técnicos de los que sí dispuso Kurosawa en Dersu Uzala (1975) o Ran (1985). Sin embargo, películas como El intendente Sansho (1954) prueban la capacidad de Mizoguchi detrás de la cámara. Sus famosos planos-pergamino, en los que desplegaba la cámara lateralmente para narrar la historia son otra de sus características más reconocibles. 

Además, su cine está visiblemente marcada por la crítica a la situación de la mujer en la tradicionalista sociedad japonesa. Es el caso de películas como Mujeres de la noche (1948), en la que relata la miseria de una mujeres forzadas a ejercer de prostitutas en una sociedad que no les concede otra salida; o La historia del ultimo Crisantemo (1939). El hecho de que la hermana del propio Mizoguchi fuera vendida como geisha por el padre de ambos pudo marcar su vocación contestataria, así como su militancia socialista y feminista.

lunes, 15 de junio de 2015

Sobre Guillermo Zapata y la desigual libertad de expresión

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Ha tardado bien poco el nuevo Ayuntamiento de Madrid en sufrir su primera crisis interna y el resultado ha sido la dimisión del que iba a ser concejal de Cultura del consistorio de Manuela Carmena, Guillermo Zapata, quien publicó en su twitter hacer varios años chistes de humor negro sobre víctimas de ETA o el Holocausto. El resultado de la crisis muestra la debilidad de las fuerzas del cambio a la hora de defenserse de los ataques de la caverna mediática e ideológica que impone los temas sobre los que se habla o no en el Estado español. La crisis deja muy tocada también la libertad de expresión en las redes sociales, que ya había sufrido ataques en sendas Operaciones Araña.

Se podría discutir mucho sobre si realizar chistes ofensivos y crueles debe impedir ejercer un cargo público para el resto de tus días, se podría debatir sobre incorporar leyes que regulen –y por lo tanto restrijan– la libertad de expresión para mejorar la calidad moral de los debates públicos y políticos. Sin embargo, es evidente que la caza de brujas que se ha cernido sobre Zapata –y quién sabe lo que está por venir– no tiene nada que ver con tales discusiones, inevitables en cualquier país del mundo.

La libertad de expresión es un término muy usado y manoseado por sectores amplios de las sociedades occidentales. De hecho, suele usarse como arma arrojadiza contra otros países con gobiernos de signo ideológico muy diferente a los nuestros. Sin embargo, la apropiación de tan amplio concepto como algo puro que existe o no es absolutamente falso. Básicamente, en ningún país del mundo existe libertad de expresión plena ya que todos los estados se aprovisionan de leyes que restringen la expresión de ciertas ideas, en general las ideas contrarias a la ideología dominante. El caso de Zapata es muy claro si lo comparamos con antecedentes previos. Por ejemplo, hace unos meses, cuando se produjo la masacre de Charlie Hebdo, Europa entera trató de sacudirse de su conmoción portando la bandera de la libertad de expresión y defendiéndola bajo cualquier circunstancia, como si fuera algo sagrado e inmutable imposible de matizar. Sin embargo, esta construcción absoluta no se sostuvo mucho tiempo. Cuando la Operación Araña II tuvo lugar, los MMCC dominantes defendieron las detenciones de manera contundente. No había lugar a dudas, no todas las ideas y expresiones pueden ser toleradas por el Estado.

Ejemplos aún más claros son los que vemos todos los días en el Estado español. Simplemente estableciendo algunos paralelismos se comprueba que la libertad de expresión está desigualmente repartida dependiendo de si se alejan o no de la ideología dominante. Por ejemplo, cuando siendo cargo público por el PP, Rafael Hernando, afirmó en referencia a las víctimas del franquismo que "algunos solo se acuerdan de su padre enterrado cuando hay subvenciones" pudo haber estado hiriendo la sensibilidad de muchos familiares de los miles de asesinados por el franquismo cuyos cuerpos están todavía en cunetas, tal y como expresaron organizaciones de familiares. De hecho, algunos de estos pidieron su dimisión pero no debió tener demasiada repercusión en los MMCC y todo siguió igual. Una muestra de similar desprecio mostró el joven portavoz del PP Pablo Casado tratando de "carcas" a quienes quieren saber dónde están enterrados sus muertos. Desde que lo dijo, Casado no ha hecho más que subir en la jerarquía popular. Estos son los casos más célebres, pero los hay a decenas, la mayoría procedentes del PP. Reírse de ciertos muertos no parece perjudicar tu carrera política; hacer un chiste malo siendo un ciudadano corriente te incapacita para cualquier cargo público. ¿Qué ocurriría si a alguien de Bildu se le ocurriera tratar públicamente a las víctimas de ETA como Hernando y Casado tratan a las de Franco?

Bien pensado, y si pensamos en las sensibilidades que podemos herir a través de la expresión de ideas, igual el PP debería de desaparecer por el hecho de que esté fundado por un orgulloso fascista como Manuel Fraga. No seré yo quien lo pida pues entiendo que la política tiene que ver con la confrontación de opiniones e ideas, con todo lo serio y complejo que esto significa, pero vaciar el debate de ideas y llenarlo de límites a la libertad de expresión es bastante peor, sobre todo teniendo en cuenta lo desequilibrado que está el poder mediático en este país.

En definitiva, si las fuerzas por el cambio aspiran a cambiar verdaderamente el país deberían no seguirle tanto el juego a la caverna mediática, que no representan a tantos españoles como su masiva presencia en la TDT invita a pensar. Algo de pedagogía y menos tacticismo extremo nos vendría bien de cara al futuro lejano.